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Relatoría ponencia Ana Longoni – Entre el terror y la fiesta

Escritora, docente e investigadora del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina), Ana Longoni es la actual directora del departamento de Actividades Públicas y del Centro de Estudios del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Su investigación, en gran parte desarrollada en el seno de diferentes colectivos, como la Red de Conceptualismos del Sur, ha tenido como uno de sus principales ejes de articulación el análisis de las experiencias de cruces entre arte y política en América Latina desde las década de 1970 hasta nuestros días.

Sesión 1: Entre el terror y la fiesta

Sobre esta cuestión giró el seminario que impartió en el marco del II Campus Polígono Sur. Seminario dividido en tres sesiones donde abordó las estrategias de resistencia, a caballo entre el arte y la política, que en diversos países del Cono Sur latinoamericano, con especial énfasis en Argentina, han ido emergiendo para confrontarse a un contexto de profunda violencia y represión política, con regímenes dictatoriales que extendieron el terror de forma premeditada y sistemática. A ese terror se alude en el título del seminario, Entre el terror y la fiesta. «A mí lo que me interesa especialmente en que nos detengamos en ese entre», aclaró Longoni, «en cómo en un contexto signado por la violencia institucional, a pesar y en contra del dispositivo de arrasamiento que el poder estatal puso en marcha, aparecen diversas formas de resistencia en las que confluyen arte y política de un modo muy orgánico». Formas de resistencia que contribuyeron no sólo a visibilizar la represión ejercida por el Estado, sino también a generar espacios y experiencias de encuentro y de reinvención de la vida donde el cuerpo, individual y colectivo, jugó un papel fundamental. Estructuradas con un cierto sentido cronológico, cada una de las sesiones se centró en un periodo concreto, poniendo de relieve las principales estrategias y problemáticas que en cada uno de ellos surgieron en las alianzas entre la práctica artística y activista. La primera sesión estuvo articulada en torno al análisis de las formas creativas que, en el periodo comprendido entre 1975-76 y mediados / finales de la década 1980, artistas junto a movimientos sociales y de derechos humanos de Argentina, Chile y Brasil desarrollan contra sus respectivos regímenes dictatoriales.

La segunda, tomando en parte como punto de partida la exposición Perder la forma humana, celebrada en 2012 en el Museo Reina Sofía, amplió el foco analítico a otros países latinoamericanos, abordando dos cuestiones específicas: por un lado, la posibilidad de desplegar lo que Ana Longoni llama una «estrategia de la alegría», esto es, «cómo pensar la fiesta y la dimensión colectiva de la sociabilidad como un modo de resistencia ante el arrasamiento del terror»; y, por otro lado, el papel de concienciación y de liberación que ha tenido la fotografía para muchos familiares de desaparecidos.

La tercera y última sesión, se dedicó a las prácticas más recientes del activismo artístico, centrándose de forma casi exclusiva en Argentina. Desde la aparición, a mitad de la década de 1990, del colectivo HIJOS («que es el que idea como modo de acción política directa la figura del escrache»), hasta la actualidad, con las movilizaciones del movimiento feminista en pos de la legalización del aborto (movilizaciones en las que se emplean estrategias de visibilización herederas de las utilizadas por las Madres de la Plaza de Mayo), pasando por la eclosión de nuevas formas de organización social y política -asambleas barriales, movimientos de desocupados…- en el periodo comprendido entre 2001 y 2003/2004. De manera específica, en esta sesión Longoni también habló de las diferentes acciones que durante los últimos años se han llevado a cabo en torno a la segunda desaparición de Jorge Julio López, un albañil que en los años setenta pasó por varios centros clandestinos de detención, sobrevivió y, años después, tras declarar como testigo en los llamados Juicios por la Verdad (por los que fue condenado a prisión perpetua el represor Miguel Etchecolatz) volvió a ser secuestrado, continuando a día de hoy desaparecido.

Pañuelos, rondas, siluetas, fotos, máscaras, manos. La presencia de la ausencia

La última dictadura argentina se prolongó entre marzo de 1975 y diciembre de 1983 y es la más cruenta de las que ha sufrido el país en siglo XX, provocando la desaparición, fruto de un meticulosamente organizado plan de terrorismo de Estado, de alrededor de 30.000 personas. A juicio de Ana Longoni, un libro clave para entender la especificidad de esta experiencia dictatorial es Poder y desaparición, de Pilar Calveiro, militante y filósofa argentina que llegó a pasar por cuatro centros de detención y se exilió en México. En este libro, partiendo de un planteamiento analítico muy foucaltiano, Calveiro se pregunta cómo fue posible que en la Argentina de «Proceso de Reorganización Nacional» (la expresión que utilizó la Junta Militar para autodenominar su régimen dictatorial) se estableciera un «proceso concentracionario» que logró diseminar el terror más allá de los campos de detención y exterminio, de los que se calcula llegó a haber en torno a seiscientos, muchos de ellos, además, situados dentro de ciudades, incluso en lugares a menudo céntricos (a diferencia de los campos de concentración nazi que estaban siempre extramuros).

Frente a quienes explican que la pasividad de la sociedad argentina ante los actos de violencia y terrorismo perpetrados por las Fuerzas Armadas se debía a que la mayor parte de la población consideraba lo que estaba pasando como fruto de la confrontación entre dos bandos cuyos actos eran, de algún modo, equiparables (que es lo que viene a plantear la llamada «Teoría de los dos demonios»), Pilar Calveiro argumenta que lo que sucedió fue que la sociedad en su conjunto experimentó lo que ella describe como un «proceso concentracionario». Es decir, según Calveiro, el terror de Estado logró diseminarse más allá de las fronteras de los campos de detención porque permeó tanto en la sociedad que hizo que esta funcionara «como un inmenso campo de concentración».

La metodología represiva culminaba con la figura infame de la desaparición, que condenaba a las familias a un lugar de incertidumbre total «tremendamente angustiante, como una herida que no llega nunca a cicatrizar». «Esa dimensión de las desapariciones como algo a la vez algo sabido y negado, conocido y no reconocido, fue clave para aterrorizar e instalar a la sociedad argentina en un lugar de pasividad y parálisis total», subrayó Longoni. «Como veremos más adelante», añadió, «gran parte de las prácticas de los movimientos de derechos humanos argentinos justamente lo que trataban era de contrarrestar esa negación, poniendo en evidencia que los desaparecidos existían, que tenían una trama biográfica y, sobre todo, una trama afectiva que les buscaba y estaba en la calle reclamando por ellos». En esta dimensión de saber y no (querer) saber incide el proyecto Nosotros no sabíamos, de León Ferrari, donde este artista argentino recopila recortes de notas y artículos publicados en prensa en los meses posteriores al Golpe de Estado que dan cuenta de la aparición de cadáveres en diferentes puntos de Buenos Aires y a lo largo de la orilla del Río de la Plata. Es decir, Ferrari pone de manifiesto que solo leyendo con cierta atención los diarios se podían tener indicios muy claro de lo que estaba ocurriendo.

Para instalar a la sociedad argentina en ese estado de pasividad y parálisis total, la dictadura no solo recurre a la fuerza represiva, también a la búsqueda de consensos artificiosos en torno a un tema o acontecimiento. Una estrategia de manipulación masiva de la que da cuenta Julia Risler en La Acción Psicológica. Ejemplos emblemáticos de esto sería la instrumentalización de la victoria de la selección Argentina de fútbol en el Mundial de 1978 o su llamada a un cierre de filas con el gobierno durante la guerra de Las Malvinas. Respecto a esto último cabe señalar que la ocupación de Stanley, capital de las Islas Malvinas, por parte de las tropas argentinas -el hecho que desencadena el conflicto con Reino Unido- se produjo pocos días después de una manifestación masiva contra la dictadura que había ocupado las principales calles de Buenos Aires. «Calles que con la declaración de la guerra se llenaron de nuevo, pero esta vez con manifestaciones de apoyo al gobierno», explicó Ana Longoni.

En la lucha contra la dictadura y sus métodos a la vez represivos y anestesiantes una de las organizaciones más combativas fue la de las Madres de Plaza de Mayo, fundada en 1977 y que aún hoy continúa en activo. «Este grupo de mujeres valientes, que en su inmensa mayoría carecía de formación política previa, tuvieron una conciencia muy lúcida de que hacerse ver era clave no solo para confrontarse al poder desaparecedor en Argentina, sino también para diseminar su denuncia a nivel internacional», aseguró Longoni. Y si hay un recurso simbólico que les da visibilidad es el pañuelo blanco sobre la cabeza en el que suelen estampar el nombre de su hija o hijo desaparecido, así como la fecha de su desaparición, aunque en algunos casos lo que lleva inscrito es el nombre de la asociación.

Toman su nombre del lugar en el que empiezan a realizar sus concentraciones, la Plaza de Mayo, sitio fundacional de la ciudad de Buenos Aires que ha sido testigo de acontecimientos fundamentales de la historia de Argentina y en cuyo entorno se encuentra algunos de los edificios más emblemáticos del poder político, económico y eclesiástico del país, desde la Casa Rosada, sede del Poder Ejecutivo de la República Argentina, hasta la sede bonaerense del Banco Nación, pasando por la Catedral Metropolitana o el Cabildo Histórico. Es en este lugar central en el que empiezan a concentrarse y para esquivar la prohibición por parte de las autoridades de reuniones de más de siete personas, lo que hacen es mantenerse todo el tiempo en movimiento, dando vueltas alrededor de la Pirámide de Mayo, el monumento que preside la plaza. Surge así la «Ronda de los jueves» que todavía continúan realizando, con independencia de las condiciones meteorológicas que haya, todos los jueves del año a las tres y media de la tarde.

Desde muy pronto, incluso desde antes de que el pañuelo se convirtiera en su gran seña de identidad, las Madres de Plaza de Mayo habían comenzado a usar fotografías de sus hijos e hijas desaparecidos en sus concentraciones y marchas. Con esas fotos hacían pancartas artesanales que colgaban sobre sus cuellos. Al principio, las fotografías eran muy pequeñas, pero por iniciativa de un fotógrafo amateur, padre de una desaparecida, se empezaron a ampliar y estamparse en pancartas más grandes y con un formato más homogéneo. «Esto permitió que las fotografías se vieran mejor y que en las marchas diera la sensación de que eran los propios desaparecidos los que, como figuras espectrales, te estaban interpelando», señaló Ana Longoni. Convertidas desde entonces en emblemas de las movilizaciones por los derechos humanos en Argentina, estas pancartas terminaron siendo, además, clave en el reconocimiento de muchos de los hijos e hijas de desaparecidos de los que se habían apropiado gente próxima a las fuerzas represivas (policías, militares médicos…). «Más de 170 de estos niños nacidos en cautiverio o secuestrados a muy corta edad junto a sus padres han podido recuperar su identidad por el incansable trabajo desarrollado por las Abuelas de Plaza de Mayo. Y varios de ellos -como Horacio Pietragalla, que llegó a ser diputado por el Frente por la Victoria- pudieron iniciar ese proceso de recuperación de su identidad gracias a que se reconocieron a sí mismos en estas fotos», subrayó Longoni.

Del papel fundamental que ha tenido la fotografía como dispositivo de memoria para los hijos e hijas de desaparecidos (cuestión que se trató más detenidamente en la segunda sesión del seminario), también da cuenta una emotiva historia de re-encuentro que posibilitó una imagen tomada por el fotógrafo Eduardo Gil en una de las primeras marchas que las Madres de Plaza de Mayo hicieron con estas pancartas. En esa imagen se ve a una mujer portando con gesto duro pero amoroso una pancarta con la foto de su hijo desaparecido. La imagen se incluyó en una exposición que Eduardo Gil realizó en el Parque de la Memoria, un espacio donde se rinde homenaje a las víctimas del Terrorismo de Estado, con fotografías que había tomado en aquellas marchas. Una militante de la agrupación HIJOS de Zárate la vio y se la envió a la nieta de la mujer que aparece en la imagen que, días después, escribió muy conmovida a Gil diciéndole que por primera vez tenía una foto de su padre y de su abuela juntos.

La relación afectiva que mantienen los familiares de los desaparecidos con estas fotografías, convertidas en recurso simbólico que viene a ocupar la ausencia de su ser querido, provoca que ciertas iniciativas de activismo artístico que se proponen realizar con ellas tengan una dimensión conflictiva. Esto ocurrió por ejemplo cuando el grupo C.A.Pa.Ta.Co (Colectivo de Arte Participativo – Tarifa Común) propuso como acción para la manifestación del 8 de marzo de 1984 colorear unas fotocopias con imágenes de desaparecidos que habían reunido en un mural. «Hubo un sector de las Madres de Plaza de Mayo que les pidió que detuvieran esta acción», explicó Longoni, «pues sentían que esas fotos era lo que les quedaba de sus hijos e hijas, e intervenir sobre ellas les parecía un gesto irrespetuoso. La acción se interrumpió, pero me interesa recordarla porque nos introduce en una problemática que es muy importante y que vamos a ir abordando a lo largo del seminario: las tensiones que se generan cuando una iniciativa artística se pone al servicio de un movimiento social y este establece sus condiciones respecto a lo que se puede y no se puede hacer y cómo se puede hacer».

Una variante interesante del uso de las fotografías de desaparecidos es la de los recordatorios de Página 12, un espacio que desde hace años este diario cede a los familiares para que puedan recordar y rendir homenaje a sus seres queridos. Muy a menudo, sobre todo en los primeros años, estos recordatorios adoptaban un formato epistolar en el que era el propio desaparecido el destinatario al que se remitía la carta, para darle cuenta, por lo general, de las últimas novedades importantes acontecidas en su familia. Con el correr de los años y, sobre todo, a partir de los juicios que llevaron a la cárcel a una parte importante de la cúpula militar de la dictadura argentina, estos recordatorios fueron mutando para, manteniendo la forma epistolar, interpelar a posibles lectores que hubieran conocido o tenido algún tipo de contacto con su familiar desaparecido.

Junto a las fotografías, la otra gran matriz en la representación de los desaparecidos en Argentina han sido las siluetas. «Si las primeras ponían el énfasis en la biografía previa al secuestro, marcando el lazo afectivo que unía a la persona buscada con la persona que le buscaba, las siluetas lo hacían en el después de la desaparición, en la ausencia, en el vacío dejado por esos cuerpos que ya no estaban y, en una dimensión paradójicamente material, en la cuantificación del espacio físico que ocuparían esos cuerpos si no hubiesen sido usurpados», subrayó Longoni. Esto último era el objetivo principal del llamado «Siluetazo», la primera gran acción que se realiza con siluetas. Se trata de una iniciativa de tres artistas -Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel- que idearon la posibilidad de cuantificar el espacio físico que ocuparían los treinta mil cuerpos de los desaparecidos si estuvieran presentes, a través de la creación de siluetas de papel de figuras humanas a escala natural.

La idea de este proyecto, que en un primer momento iban a presentar a un premio artístico que fue suspendido por el estallido de las Guerra de las Malvinas, se la plantearon a las Madres de la Plaza de Mayo para activarla en el marco de la II Marcha de la Resistencia, celebrada el 21 de septiembre de 1983. Las Madres debatieron, corrigieron y, finalmente, aprobaron e hicieron suyo este proyecto, de modo que este pasó de ser una iniciativa artística -«con un contenido político claro, pero inscrito dentro de la lógica del circuito del arte»- a convertirse en una herramienta de un movimiento social, constituyendo así lo que Ana Longoni describe como un «hecho o momento bisagra». Cabe resaltar aquí que ya en el proyecto que Aguerreberry, Flores y Kexel presentaron a las Madres de Plaza de Mayo no se hacía la mención a la palabra «arte» y en lo que ellos insisten es en la potencialidad que tenía esta acción de hacer persistir la denuncia más allá del tiempo acotado de la marcha. «La iniciativa cuajó muy rápidamente», contó Ana Longoni. «Se improvisó un taller al aire libre en la misma Plaza de Mayo y la gente empezó a colaborar, unos poniendo el cuerpo, otros contorneando las figuras y otros saliendo a pegar las siluetas en las paredes de los edificios aledaños. Se auto-organizaron cientos de personas de una manera muy fluida, hasta el punto de que Rodolfo Aguerreberry ha declarado alguna vez que a la media hora de comenzar la acción, los artistas se podrían haber ido perfectamente, porque ya no hacían falta para nada».

La idea era realizar las siluetas todas iguales, con una forma neutra («y eso, en el código heteropatriarcal que nos domina termina siendo según un modelo estándar masculino») y sin nombres, pero una vez se activó la acción, se encontraron con gente que pedía que se hicieran con características específicas, con formas que le evocaban a personas concretas que habían desaparecidos. De este modo, se llevaron a cabo, por ejemplo, varias siluetas con forma de mujer embarazada o de bebé. «Estas demandas», señaló Longoni, «desbordaron esa suerte de pretensión de neutralidad e hicieron que en muchos casos las siluetas, además de ser un recurso que daba cuenta de manera genérica de una ausencia, quedaran vinculadas a una historia biográfica concreta, lo que les aproximaba a las fotografías».

El impacto que causaron las siluetas fue enorme, cumpliendo la función que habían previsto los artistas de hacer «persistir la denuncia más allá del tiempo acotado de la marcha». Todos los medios que la cubrieron se hicieron eco de la acción, hablando de la presencia de unas extrañas formas que te miraban («curioso efecto, pues las siluetas carecían de ojos y rostros»). Entre los métodos que se aplicaron para producir en masa estas siluetas, destaca especialmente el de acostarse sobre el suelo para que alguien contoneara tu figura, poniendo tu propio cuerpo para que fuera la huella de un cuerpo que estaba ausente. Esto hizo que la acción adquiriera una dimensión casi de ritual, como explica el historiador del arte Roberto Amigo en El Siluetazo, libro colectivo publicado en 2008 en el que a la vez que se aborda de manera polifónica aquella experiencia, se da cuenta de iniciativas posteriores que han retomado y resignificado esta «matriz seminal de la representación de los desaparecidos».

Una de esas iniciativas es la campaña internacional Déle una mano a los desaparecidos que se llevó a cabo entre diciembre de 1984 y marzo de 1985 en solidaridad con las Madres de Plaza de Mayo. Lo que se pedía era siluetear la propia mano en un cartel que ponía en su parte superior «En el año de la juventud… déle una mano a los desaparecidos», y en la inferior, a modo de sello, «No a la amnistía. Juicio y castigo a los culpables», invitando a la persona que había prestado su mano a que escribiera sobre la silueta dibujada lo que quisieran. Llegaron a reunirse casi medio millón de «manos», colaborando personas de más ochenta países de los cinco continentes. Y para la manifestación del 24 de marzo de 1985, una de las más masivas de los años inmediatamente posteriores a la dictadura, se creó una gigantesca guirnalda formada por esos carteles entrelazados y con la que cubrieron el espacio que había entre las dos plazas -la Plaza del Congreso y la Plaza de Mayo- que marcaban el inicio y el final de la marcha.

Otro recurso que se utiliza y que conecta con el de las siluetas es el de las máscaras. Se trata de un recurso importado de Europa donde ya se utilizaba en las movilizaciones contra las armas nucleares y que a finales de la década de 1970 retoma AIDA (Association Internationale de défense des artistes victimes de la répression dans le monde), una organización que nace en París y rápidamente se expande por otros ciudades del continente. Según Ana Longini, esa organización posibilitó una alianza muy potente entre artistas europeos y artistas exiliados latinoamericanos que contribuyó a amplificar e internacionalizar la denuncia de lo que estaba pasando.

Longoni mostró varias fotos de un acto que AIDA organizó en Zurich en 1980 por los artistas argentinos desaparecidos. En el mismo, los participantes llevan máscaras blancas similares a las que varios años más tarde, en 1985, portaron los manifestantes de una marcha en favor de las Madres de Plaza de Mayo. En esa marcha, las únicas que iban sin máscaras eran las madres y cuando su presidenta, Hebe de Bonafini, tomó la palabra se dirigió a los enmascarados y les dijo «ustedes son nuestros hijos». Como ocurría en las siluetas, en las máscaras encontramos de nuevo una superposición entre el cuerpo presente del manifestante y el ausente del desaparecido. «Una estrategia que no estuvo exenta de conflicto», precisó Ana Longoni. «De hecho, hubo un importante sector de las Madres de Plaza de Mayo que se opuso a la utilización de las máscaras porque pensaba que con ellas se borraba la identidad de los manifestantes y que, de algún modo, con ese gesto se estaba replicando lo que había hecho la dictadura con los detenidos desaparecidos, al negarles su existencia. En este sentido, este sector siempre se mostró mucho más favorable al uso de fotografías, pues consideraba que estas devolvían esas identidades robadas al espacio público».
Las siluetas se retoman en la marcha multitudinaria que se llevó a cabo contra los indultos que el presidente Carlos Menem firmó en diciembre de 1990 para dejar en libertad a los cinco integrantes de la cúpula militar que habían sido condenados en el llamado Juicio de las Juntas. En esta marcha, las siluetas eran de mucho mayor tamaño que el caso del siluetazo y esto es algo que, según Longini, tiene que ver con un debate que se produjo en el seno del movimiento de derechos humanos de Argentina, donde con el paso de los años fueron proliferando voces que planteaban la necesidad de reivindicar no solo la condición de víctima del desaparecido, sino también su dimensión, en cierta medida, heroica, poniendo en primer plano el reconocimiento de su trayectoria militante, pues esta era la que había hecho que la dictadura le persiguiera y asesinara.

Chile y Brasil

En la fase final de la primera sesión del seminario, Ana Longoni habló de algunas experiencias de confluencia entre arte y activismo que se dieron en Chile y Brasil durante las décadas de 1970 y 1980, poniendo de relieve cómo las especificidades que tuvieron sus respectivos contextos dictatoriales condicionaron las prácticas de resistencia que se generaron contra ellos.

En el caso chileno, cuya dictadura se prolongó durante casi dos décadas -la de Argentina duró siete años y medio- y que se (auto)reivindicó como modelo exitoso de gestión neoliberal en América Latina («mito que se desmoronó con el estallido social de octubre de 2019 que propició la celebración, un año más tarde, de un plebiscito nacional para iniciar un nuevo proceso constituyente»), se optó por una estrategia articulada fundamentalmente en torno a la puesta en marcha de «acciones relámpago». «Acciones que ocurren en momentos y lugares inesperados», explicó Longoni, «un factor diferencial con respecto al caso argentino, donde las prácticas de resistencia, como hemos ido viendo, tuvieron por lo general un carácter mucho más ritualizado, desplegándose normalmente en lugares con una gran carga simbólica».

«Y esa no es la única diferencia», recalcó Longoni. «Mientras en Argentina el movimiento de derechos humanos puso mucho énfasis en el vínculo familiar, en Chile fue más frentista». Un ejemplo de esto es la organización Mujeres por la vida. Conformada por mujeres opositoras al régimen que procedían de espacios ideológicos muy distintos, esta organización llevó a cabo diversas acciones relámpago, como la conocida como La muda, cuando irrumpieron en la Catedral de Santiago de Chile con cintas adhesivas en la boca para denunciar la censura. En estas acciones, además, recurrieron a menudo al uso de siluetas, aunque concibiendo estas no como huellas de dos cuerpos -el ausente del desaparecido y el presente del manifestante-, sino como herramientas de interpelación directa que utilizan para articular su denuncia a través de un reconocimiento explícito de la muerte de los desaparecidos (algo que en el caso de las Madres de Plaza de Mayo, cuya lucha giró en torno a la consigna de «aparición con vida», nunca se dio).

Otros ejemplos de acciones relámpago serían las protagonizadas por artistas activistas como Hernán Parada, que ataviado con una máscara en la que había pegado una foto de su hermano desaparecido le preguntaba a la gente si tenía información sobre él; o Elías Adasme, con sus efímeras foto-performances donde construye una analogía entre su cuerpo maniatado y el Mapa de Chile. También las que llevó a cabo el Movimiento contra la tortura Sebastián Acevedo, organización que toma su nombre de un padre de familia de la ciudad chilena de Concepción que se inmoló para denunciar la desaparición de dos de sus hijos; o muchas de las que promovió CADA (Colectivo de Acciones de Arte), grupo creado en 1979 y formado, originalmente, por los artistas Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells, el poeta Raúl Zurita y la novelista Diamela Eltit.

La iniciativa más conocida de CADA es No + que idean en septiembre de 1983, coincidiendo con la activación del siluetazo. En ella hacían un llamamiento para completar con la palabra, expresión o grafismo que se quisiera esa consigna abierta, «No +». Su objetivo era contribuir a conformar un frente anti-dictatorial amplio que articulara las diferentes oposiciones que habían ido emergiendo contra el régimen de Pinochet. «Es impresionante como se logró diseminar la consigna», subrayó Ana Longoni, «transcendiendo, al igual que hizo el siluetazo, el ámbito artístico para entrar a formar parte del imaginario colectivo latinoamericano». Y si algo ejemplifica bien esto es que el día que se puso fin a la dictadura -es decir, casi ocho años después del lanzamiento de esta iniciativa artística-, aparecieron espontáneamente carteles con esta consigna, «convertida en una consigna común compartida», tanto en el monumento que preside la Plaza Baquedano como en uno de los marcadores del Estadio Nacional de Santiago de Chile, un lugar que fue utilizado como centro de detención de opositores en las semanas posteriores al Golpe de Estado.


Al igual que la de Chile, la dictadura brasileña fue larga, extendiéndose entre 1964 y 1985, aunque con distintas modulaciones de sus estrategias represivas. Uno de sus periodos más negros es el comprendido entre la segunda mitad de la década de 1970 y principios de la de 1980, cuando emergen los llamados «escuadrones de la muerte», grupos paramilitares y parapoliciales de extrema derecha que llevaron a cabo numerosos asesinatos, sobre todo de niños de la calle y de personas sin hogar, en una suerte de operación orquestada de «limpieza social». A diferencia de lo que ocurre en Argentina, donde la diseminación del terror tuvo una dimensión de ocultamiento, en el caso de Brasil ese arrasamiento se explicita y exhibe, a modo de advertencia amenazante. Cuerpos mutilados y asesinados aparecían periódicamente en la vía pública, exhibidos casi como trofeos de caza.

En este contexto, hay un artista, Artur Barrios que en 1979 comienza construir una especie de fardos funerarios, utilizando para ello vísceras de animales que envuelve en telas, que va dejando abandonados en la calle. Según Longoni, con estas acciones, que hizo durante dos años en diferentes ciudades brasileñas y que en algunos casos llegaron a alcanzar cierta repercusión mediática, el artista trataba de activar una conciencia pública respecto a lo que estaba pasando, remarcando la perversidad de la estrategia represiva que habían puesto en marcha los escuadrones de la muerte. Por la misma época, el colectivo de São Paulo 3NÓS3, integrado por Hudinilson Jr, Mario Ramiro & Rafael França, lleva a cabo sus «Ensacamentos», acciones en las que cubrían la cabeza de estatuas de monumentos públicos de la ciudad con bolsas de plásticos. «Era una clara alusión», señaló Ana Longoni, «a lo que en el léxico concentracionario argentino se llama la capucha, la bolsa con la que se cubría el rostro de los prisioneros para que no vieran ni dónde ni con quién estaban y que también funcionaba como un instrumento de tortura, pues te dejaba sin aire».

Sesión 2: La alegría como estrategia

En un ensayo realizado en torno al año 2000, Robert Jacoby, artista sociólogo e impulsar de numerosas iniciativas en la cultura argentina desde la década de 1960, acuña la expresión de la «estrategia de la alegría» para conceptualizar una serie de formas de resistencia vinculadas a la escena underground y el espacio de la noche y de la fiesta que surgieron en los años de la dictadura. En este sentido, uno de los protagonistas de esa escena, el Indio Solari, cantante de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, banda clave en la escena del rock argentino de la época, asegura, en una entrevista que le hicieron Daniela Lucena y Gisela Laboureau con motivo del proyecto expositivo y de investigación Perder la forma humana (del que hablaremos más adelante), que contribuir a preservar el estado de ánimo en un contexto sombrío y arrasador como el que estaban viviendo fue para ellos una especie de «mandamiento» inapelable. «Y para ilustrar esta idea», señaló Ana Longoni, «recurre a una imagen realmente poderosa. Durante la dictadura militar, nos dice, fue necesario construir guaridas underground para Dionisios».

Solari también plantea otra cosa que para Longoni es clave. Esas estrategias de «generar guaridas festivas, alegres, deseantes, capaces de propiciar situaciones de libertad colectiva, aún en medio de un contexto de terror», propiciaban una experiencia de «metamorfosis», de «transformación compartida al calor del contacto, de la piel con la piel, del abrazo, del baile». Una experiencia que escapaba también de las lógicas disciplinares de la heteronormatividad. «De hecho», quiso matizar Ana Longoni, «hay algo de esa experiencia que no tiene que ver solo con desafiar el terror militar, sino también con transformar los modos instituidos de escuchar rock, generando espacios permeables, donde el límite entre el escenario y el público se volvía poroso». A este respecto, la investigadora Daniela Lucena habla «de una política del éxtasis», de «una política de dislocación que rehúye de los valores absolutos» y que es, en última instancia, una «apelación a la diferencia y al extrañamiento de las propias verdades», a la búsqueda de una mutación permanente que se rebela contra cualquier intento de cierre identitario.

El grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota nace en 1977, tres años antes que Virus, otra banda clave que fue estigmatizado por ser considerada como un grupo de «rock marica», frívolo, con una puesta en escena disparatada donde jugaban con la androginia y el travestismo, dimensiones performáticas completamente alejadas de la seriedad del rock macho predominante en el rock argentino de la época. Robert Jacoby, que llegó a componer las letras de más de cuarenta canciones de esta banda, les define como un «un oasis, una isla de libertad en medio del desierto» y habla de ellos como un «proyecto político», desafiante tanto con el terror dictatorial, como con la heteronormatividad del mundo del rock argentino.

Ambas bandas eran originarias de La Plata, ciudad muy golpeada por la dictadura, con centenares de personas desaparecidas entre 1976 y 1983. Unos años en los que emergen en Argentina espacios de sociabilidad como el Café Einstein, fundado por Katja Alemann y Omar Chaban, o el Parakultural, que además de ser sede de míticos conciertos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Virus y otros grupos rock de la época, acogió una escena performática muy activa por la que desfilaron artistas como Batato Barea y Humberto Tortonese o colectivos como Peinados Yoli o Las Gambas al ajillo. En un contexto de arrasamiento perpetrado por la dictadura, estos espacios subterráneos y clandestinos, que a menudo cambiaron de lugar («solo se sabía su ubicación por el boca a boca»), llegaron a funcionar como «zonas autónomas temporales», como «guaridas underground para Dionisios», en la terminología del Indio Solari, donde fue posible vivir «experiencias efímeras pero muy poderosas de libertad y transformación colectivas».

La conexión peruana

Antes de entrar en la análisis del proyecto expositivo y de investigación Perder la forma humana, que constituyó el bloque central de la segunda sesión de su seminario, Ana Longoni habló de un caso que a su juicio ejemplifica muy bien cómo se producen los trasvases entre escenas artísticas y activistas de diferentes países latinoamericanos. En 1980, Juan Javier Salazar, integrante de los colectivos Paréntesis y E.P.S. Huayco, elabora una serigrafía titulada Algo va’pasar. En ella Salazar recrea la imagen de una popular caja de fósforos peruana y a través de una metafórica alusión al mito incaico del «inkarri» habla de la «inminencia de lo que está por acontecer en medio del «huayco» humano que estaba transformando y transfigurando el paisaje urbano de Perú».

Inspirándose e incluso citando directamente esta imagen, varios años después Fernando «Coco» Bedoya genera una similar titulada Se va a acabar, en referencia a lo que se coreaba en las marchas que se celebran en Argentina en los últimos meses de la dictadura («se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar»). En este caso, se recrea una caja de fósforos muy popular en Argentina que se llamaba «La Fragata», cuya imagen utilizaba, además, para aludir a la Guerra de Las Malvinas que supuso el inicio del fin del régimen dictatorial. Es decir, ambas obras recurren a referentes de la cultura popular que resignifican para darles un sentido político nuevo y articularlas con luchas sociales concretas, en un ejercicio de reformulación iconográfica que tiene una gran carga y complejidad simbólica.

Cabe aclarar aquí que Fernando «Coco» Bedoya es un artista peruano que había formado parte de los colectivos Paréntesis y E.P.S. Huayco. Tras emigrar a Argentina, fundó junto a Mercedes Idoyaga el colectivo C.A.Pa.Ta.Co (Colectivo de Arte participativo – Tarifa Común), al que Ana Longoni ya hizo referencia en la primera sesión del seminario. «Es a través de este colectivo y de otro llamado Gas-Tar (Grupo de Artistas Socialistas – Taller de Arte Revolucionario) cómo se concreta este trasvasamiento entre modos de hacer, de imaginarios, pero también de técnicas concretas como la serigrafía, entre la escena peruana y la argentina», indicó Longoni.

C.A.Pa.Ta.Co, que fue un colectivo muy amplio y poroso aunque con un núcleo de trabajo estable más pequeño, apostó de una manera activa por llevar el taller de serigrafía al contexto mismo de la protesta, de la manifestación, llegando incluso a generar una especie de taller serigráfico ambulante, a modo de carrito de supermercado. Su producción es vastísima. Ana Longoni hizo un recorrido por algunos de sus trabajos más significativos, empezando por la serie de carteles que diseñaron para el MAS (Movimiento Al Socialismo), un partido de orientación trotskista que concurrió a las primeras elecciones que se organizaron en Argentina tras el fin de la dictadura. Eran carteles en los que, a la vez que llamaban a votar por el MAS, condensaban su programa estético de unir arte y vida, al modo que lo hacía el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente que escriben André Breton y Leon Trossky, con la colaboración de Diego de Rivera, en 1939.

Un papel fundamental dentro de la producción de C.A.Pa.Ta.Co lo conforman los que ellos llaman «afiches participativos», esto es, propuestas serigráficas concebidas como obras a completar, como los que realizan con caras de militares que dejan en blanco para que sobre ellas los asistentes a las marchas contra la dictadura fueran incorporando lo que quisieran (nombres, consignas…). A menudo, también trabajan con materiales ya existentes, como en el caso de la serie Panfletos (donde reciclan cubre-solapas descartadas de un libro sobre Marx y Engels) o en ABushemoslo, un afiche intervenido con una pegatina contra la visita que hizo George H. W. Bush a Argentina. En otros casos, en vez de carteles utilizan como soportes de sus acciones el propio pavimento, como por ejemplo en la multitudinaria marcha que se organizó a finales de diciembre de 1986 contra la llamada Ley del Punto Final que establecía la prescripción en tan solo dos meses desde su aprobación de los delitos cometidos durante la dictadura militar.

En consonancia con su adscripción Troskquista, C.A.Pa.Ta.Co tuvo una fuerte dimensión internacionalista. En este sentido, quizás su proyecto más conocido es Vela por Chile, una serie de acciones en las que retoman la práctica chilena de los «velatones», una suerte de vigilias políticas que se realizan en homenaje a víctimas de la represión de la dictadura encendiendo velas en lugares donde había habido fusilamientos, detenciones u otros actos represivos. C.A.Pa.Ta.Co lo que hará, por ejemplo, es recrear con velas el mapa de Chile frente a la embajada de este país en Buenos Aires o la bandera y la estrella chilena junto al Obelisco, icono y centro neurálgico fundamental de la capital argentina. Además, difunde estas acciones a través de la red internacional de arte correo, posibilitando diferentes réplicas de ellas en ciudades de Colombia, Brasil y diversos países de Europa. Otra de sus campañas internacionalistas fue Bicicletas a la China que llevan a cabo en homenaje a las víctimas de Tiananmen y donde se involucran muchas personas ligadas a la escena under bonaerense (las integrantes de Las gambas al ajillo, el poeta y performer Fernando Noy…). «Esto es muy importante resaltarlo», señaló Longoni, «porque muestra que el mundo militante diurno y el mundo underground nocturno no estaban disociados. Todo lo contrario, eran mundos porosos, muy articulados entre sí y que conectaban de una manera completamente orgánica».

Una de las últimas acciones que llevaron a cabo fue Los muertos de hambre, realizada durante la crisis hiper-inflacionaria de 1989, «un momento durísimo, donde el dinero se volatizaba en el aire y los precios, incluso de los productos de primera necesidad, se dispararon». Se trataba de una performance en la que un grupo de figuras espectrales, ataviadas con máscaras de calavera, iban recorriendo la Avenida de Corrientes de Buenos Aires deteniéndose frente a los escaparates de sus restaurantes de lujo para observar silenciosamente a los privilegiados que estaban comiendo en ellos. De la mano de Daniel Sanjurjo, integrante de C.A.Pa.Ta.Co, la performance sería revistada más de una década después por el Taller Popular de Serigrafía, uno de los colectivos nacidos de las movilizaciones de 2001, cuando el país vivió otra crisis hiper-inflacionaria.

El colectivo C.A.Pa.Ta.Co también fue uno de los impulsores de los llamados Museos Bailables, una serie de eventos que se organizan en 1988 y donde se convoca durante una noche a músicos, poetas, performers, artistas visuales o cineastas a presentar sus trabajos, alquilando una discoteca o sala de fiesta de moda que se transformaba durante esa noche en eso que el Indio Solari describe como «guaridas underground para Dionisios». «Los museos bailables», explicó Ana Longoni, «eran encuentros efímeros en los que se generaba una energía desbordante, un clima de libertad y conexión colectiva que hacían posible la irrupción, a través del baile, del roce, del contacto con el otro, de lo inesperado, de una experiencia transformadora y emancipadora». El último que se llevó a cabo, celebrado en octubre de 1988 en Palladium, una discoteca de moda del barrio de San Telmo, estuvo articulado en torno a la idea de arte vivo de Alberto Greco y en el mismo participaron cerca de 300 performers. Uno de ellos fue el ya mencionado Salvador Walter Barea, más conocido como Batato Barea, figura clave del movimiento underground bonaerense que se autodefinía como «clown travesti literario». Con la ayuda de Jorge Gumier Maier, Barea se construyó para el evento un estrambótico traje reciclando papeles sacados de la basura, en un gesto profundamente político que, según Longoni, ponía de relieve cómo a pesar -y en contra- de las condiciones paupérrimas en las que vivía el país, era posible y necesario generar formas festivas, gozosas, de resistencia.

Perder la forma humana

El bloque central de la segunda sesión del seminario que impartió Ana Longoni en el II Campus Polígono Sur giró en torno a Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, proyecto expositivo y de investigación sobre las experiencias de cruce entre arte y política en Latinoamérica durante la década de 1980.
Este proyecto estuvo comisariado por la Red Conceptualismos del Sur, «una alianza afectiva y política» que comenzó a gestarse en 2007 y que en la actualidad está integrada por entre cincuenta y sesenta investigadores, repartidos por diversos países de América Latina y algunas ciudades de Europa. La red, de la que forman parte tanto Ana Longoni como Guille Mongan, está estructurada en cuatro grandes nodos de trabajo -investigación, publicaciones, archivo y activaciones-, cada uno de los cuales gestiona diferentes iniciativas. Perder la forma humana ha sido hasta la fecha su proyecto más ambicioso y complejo, aunque ahora están embarcado en otro de características parecidas que se llamará Giro Gráfico y que, en principio, tomará forma de exposición en 2022.

Ana Longoni explicó que el proyecto de Perder la forma humana surge por una invitación que desde el Museo Reina Sofía les hicieron para organizar una exposición en torno a la escena de los conceptualismos de las décadas de 1960 y 1970 en América Latina. «Nosotros les contestamos que esa escena estaba muy investigada y que nos parecía más interesante indagar en las prácticas de activismo artístico de los años ochenta, mucho más desconocidas. En realidad, fue una apuesta arriesgada porque no sabíamos con qué tipo de materiales nos íbamos a encontrar, pues, en su mayor parte, estas prácticas no estaban historiadas ni conceptualizadas, incluso muchos de sus protagonistas habían abandonado voluntariamente cualquier aspiración a inscribirse en las lógicas del mundo del arte», contó Longoni.

La exposición se concretó tres años después de comenzar el proceso de investigación en el que participaron más de una treintena de personas. La muestra, primero se presentó en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, MNCARS (26 octubre, 2012 – 11 marzo, 2013) y después en el Museo de Arte de Lima, MALI (23 noviembre, 2013 – 23 febrero, 2014) y en el Museo Universidad Nacional Tres de Febrero de Buenos Aires, MUNTREF (20 mayo – 17 agosto, 2014). «Esta fue su itinerancia oficial», precisó Longoni, «pero luego, gracias a que desde la Red de Conceptualismos del Sur solicitamos a los prestadores que nos cedieran copias de los trabajos presentados, se han podido activar extra-oficialmente muestras parciales, como Poner el cuerpo. Llamamientos de arte y política en los años ochenta en América latina”, celebrada en 2016 en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende de Santiago de Chile.

Ana Longoni quiso aclarar que la exposición no tuvo un afán exhaustivo y panorámico, sino que se concibió como un intento de «entrelazar algunas de las puntas de una madeja muy compleja y profusa de prácticas artísticas activistas» que se dieron en América Latina en un contexto marcado por una violencia represiva sistemática por parte del poder estatal. De hecho, muchos de los materiales recopilados no se llegaron a incluir en la muestra. En algunos casos se han ido investigando después y en otros, aún están pendientes de investigación. «Nosotros entendemos este trabajo como una investigación en proceso que está abierta para que, quien quiera, pueda retomarla», subrayó.

El título de la muestra, Perder la forma humana, está tomado de una frase que el Indio Solari, citando a su vez al escritor Carlos Castaneda, dice al hablar de la escena contracultural y underground de los años oscuros de la dictadura militar argentina en la ya citada entrevista que Daniela Lucena y Gisela Laboureau le realizaron para el proyecto: «la idea era perder la forma humana en un trance que desarticule las categorías vigentes y provea emociones reveladoras». Longoni explicó que les gustó mucho la imagen de «perder la forma humana» porque tenía la potencialidad de aludir metafóricamente al cuerpo como territorio de libertad y de experimentación, pero también al cuerpo como territorio de violencia, como el lugar arrasado por las técnicas de tortura y las estrategias represivas de los regímenes dictatoriales latinoamericanos de la época.

A su juicio, un trabajo que refleja muy bien esta doble dimensión del cuerpo como espacio de placer y espacio de dolor es Mimos (1980), serie fotográfica donde Gianni Mestichelli retrata a un grupo de integrantes de la Compañía Argentina de Mimos de manera que, al tiempo que evoca escenas de matanzas, torturas y fosas comunes, también pone de relieve su condición de cuerpos deseantes, erotizados, lúdicos. En realidad, en las imágenes, tomadas durante un fin de semana que Mestichelli y los integrantes de la Compañía Argentina de Mimos pasaron en una casa abandonada, no hay una intencionalidad explícita de reflejar los métodos de tortura, pero según Longoni estos quedan evocados porque había una percepción inconsciente de lo que estaba pasando -«se sabía y no se sabía»- y con su juego perfomativo encontraron, aunque no fueran totalmente consciente de ello, una forma de mostrarlos.

A esa ambigüedad del cuerpo como espacio de placer y de dolor alude también la performance Hablo por mi diferencia (1986), del chileno Pedro Lemebel, uno de los integrantes del colectivo Las Yeguas del Apocalipsis. En ella Lemebel irrumpe en una reunión clandestina de disidentes izquierdistas que se celebró en la estación de ferrocarril Mapocho de Santiago de Chile calzando unos zapatos de tacón y con una hoz y un martillo dibujada en la cara, a modo de muesca de su maquillaje travesti. «Con esta acción», señaló Ana Longoni, «Lemebel remarca su condición, a la vez, de militante comunista y de activista travesti, enrostrándole a la izquierda chilena su indiferencia y hostilidad hacia el movimiento LGTBI en medio de un contexto como el de la crisis del SIDA. Nos parecía clave resaltar este posicionamiento complejo, incisivo, donde la militancia izquierdista atraviesa y es atravesada por la desobediencia sexual».

Longoni contó que en un principio pensaron estructurar el proyecto en cuatro núcleos o ejes de investigación diferenciados -a saber, las formas en las que se articularon, sobre todo en Argentina y Chile, colectivos artísticos con el movimiento de derechos humanos; las disidencias sexuales y la irrupción del feminismo; los espacios de sociabilidad underground; y las redes de solidaridad de índole internacional-, pero pronto decidieron que esa no era una buena estrategia, «pues justamente lo que nos interesaba eran los cruces, las confluencias e intersecciones entre las diferentes formas de resistencia y desobediencia que investigábamos».

Un ejemplo ilustrativo de cómo operaban esas interferencias es la acción de La conquista de América que Las Yeguas del Apocalipsis, dúo formado por el recién mencionado Pedro Lemebel y Francisco -Pancho- Casas, realizaron el 12 de octubre de 1989 en la Comisión Chilena de los Derechos Humanos. En ella desplegaron en el suelo un mapa de América Latina lleno de trozos de vidrios de botellas de Coca-Cola y sobre el mismo, con el torso desnudo y los pies descalzos bailaron una adaptación de la llamada «Cueca Sola», acto simbólico de apropiación crítica de la danza de la Cueca (una danza tradicional de cortejo para parejas mixtas) por parte de madres, esposas e hijas de detenidos-desaparecidos que, para señalizar la ausencia de sus familiares varones, la bailaban solas. En un nuevo ejercicio de reapropiación de esta danza tradicional, Lemebel y Casas la bailan en pareja, pero como pareja no mixta, describiendo a su baile como una Cueca fleta. Y al hacerlo sobre un mapa de América y en el «Día de la Raza», trazan un paralelismo entre la conquista colonial y el terror implantado, con ayuda de Estados Unidos, por los gobiernos militares latinoamericanos. «Pero además», añadió Ana Longoni, «al bailar descalzos empiezan a sangrar y ahí también podemos ver una alusión muy directa y precisa al riesgo de contagio por SIDA que por esos años estaba causando un gran estrago por todo el continente».

A partir de su decisión de tratar de detectar de una manera más transversal las conexiones, a menudo muy moleculares, que se podían establecer entre los diferentes casos de estudio que estaban investigando, en una reunión que mantuvieron en Lima comenzaron a imaginar y generar una suerte de mapa o diagrama que mostrará gráficamente esos vínculos. André Mesquita fue quien finalmente dio forma a este mapa que se incluiría en la muestra y donde las conexiones se articulaban en torno a una línea de tiempo que, tras muchos debates, se decidió que tuviera como fecha inicial 1973, el año del Golpe de Estado de Pinochet, y como fecha final 1994, cuando se produce el alzamiento zapatista en Chiapas (México). «Nuestra década de los ochenta se alargó así hasta abarcar un periodo de veintiún años, pero nos parecía que esta temporalidad extensa resultaba más útil como marco histórico de lo que queríamos hablar», subrayó Longoni.

Antes y en paralelo a la exposición en sus tres sedes oficiales, organizaron una serie de seminarios, encuentros y ciclos en los que se pudo establecer un diálogo directo con algunos de los protagonistas de estas prácticas que, en ciertos casos, aún continúan en activo. Los Centros Culturales de España en Lima y Buenos Aires, el Centro de Investigaciones Artísticas de la capital argentina y, ya durante la celebración de la muestra, los tres Museos que la acogieron -el Museo Reina Sofía, el Museo de Arte de Lima y el Museo Universidad Nacional Tres de Febrero- fueron los escenarios de estos encuentros. Ana Longoni mostró carteles de varios de ellos en los que siempre recurrieron a imágenes ligadas con algunos de los casos de estudios investigados. Por ejemplo, en el realizado en el Centro Cultural de España de Lima utilizaron la imagen de un cartel que llevó a cabo el Colectivo NN para un festival punk en la capital peruana a partir de una foto de una exhumación de una fosa común de campesinos quechua hablantes, las principales víctimas del conflicto que vivió el país andino durante las décadas de 1970 y 1980.

La publicación de la exposición no funcionó como un catálogo al uso. De hecho, muchos de los materiales de la exposición no entraron en el libro y, a su vez, muchos de los materiales de la publicación no se presentaron en la muestra. Longoni explicó que con el objetivo de que la publicación funcionara como una «caja de herramientas» para futuras investigaciones, se generó una glosario de términos claves, la mayoría de de los cuales habían emanado directamente de los propios colectivos, sociabilidades y prácticas investigadas. «Eran los conceptos que la propia escena artística y activista de la América Latina de esa larga década de los ochenta había imaginado y acuñado para pensarse a sí mismo», precisó. A partir de estos conceptos -«hacer política con nada», «internacionalismo», «socialización del arte», «hazlo tú mismo», «pank», «añarkía», «sexualidad loca», «travestismo», «estrategia de la alegría», «museos bailables», «overgoze»…- fueron realizando ejercicios de relaciones, analizando cómo se articulaban unos con otros y teniendo siempre muy claro que su investigación era una investigación situada que no tenía -ni pretendía tener- un carácter exhaustivo y panorámico.

Ana Longoni recordó que hubo un momento en el que vieron interpelados por una de las participantes, la paraguaya Lia Colombino, actual directora del Museo de Arte Indígena del Centro de Artes Visuales – Museo del Barro de Asunción, que puso de relieve que la dimensión indígena estaba completamente ausente del proceso de investigación. Para tratar de contrarrestar o, más exactamente, para explicitar esa ausencia y lo que tras ella subyace, lo que propuso Colombino fue «parasitar» la exposición con una incorporación intencionadamente descontextualizada de un caso de estudio específico sobre una manifestación festiva y artística de las comunidades indígenas guaraní del Chaco paraguayo: el Arete Guasú. Se trata de una festividad de origen ancestral, emparentada con la festividad del Carnaval, en la que las conflictividades que habitan la vida comunitaria se procesan en clave ficcional a partir del uso de máscaras. Máscaras que tienen que ver con animales o divinidades rituales. «Lo que hicimos fue colar ejemplares de esas máscaras dentro de la exposición», contó Longoni, «pero no definiendo una zona dedicada a los indígenas donde estuvieran todas agrupadas, sino intercalándolas entre el resto de obras expuestas, y además sin cartelas que las contextualizaran. Eran casi como signos de interrogación, presencias desplazadas que remarcaban una ausencia… Fue un modo de hacernos cargo de la pregunta ‘¿qué pasa con la dimensión indígena?’ como pregunta, es decir, no tratando de responderla, sino dejándola circular como un incisivo interrogante que nos interpela directamente».

Bajo el epígrafe de «Hacer política con nada», uno de los conceptos con los que trabajaron en el proceso de investigación, la muestra reunía materiales ligados a esa utilización de recursos como fotografías, siluetas, manos y máscaras que asumió el movimiento de derechos humanos en Chile y Argentina y de la que Ana Longoni habló en la primera sesión del seminario. En esta zona de la exposición también se incluían carteles diseñados por Andrés Mesquita que recuperaban la consigna del «No +» del colectivo CADA, con su espacio en blanco para ser completado con la palabra, expresión o grafismo que se quisiera. «Fue muy interesante ver cómo la iniciativa de CADA tuvo una inesperada reactivación en el contexto de la presentación de la muestra en el Museo Reina Sofía de Madrid, confluyendo con las movilizaciones del 15M, donde llegaron a aparecer varios de estos affiches intervenidos, con consignas como No + Recortes o No + Represión», contó Longoni.

Otra zona de la exposición estaba centrada a la idea del cuerpo como «territorio de violencia» e incluía, entre otras cosas, acciones y obras de artistas que, en un contexto marcado por el terrorismo de Estado, asumieron una suerte de lugar sacrificial, (auto)infligiendo sobre su propio cuerpo una violencia que aludía metafóricamente a la violencia colectiva que estaban sufriendo sus sociedades. El ya citado Elías Adasme, con sus foto-performances donde construye una analogía entre su cuerpo maniatado y el Mapa de Chile o el artista paraguayo Osvaldo Salerno, que en una serie de obras que realiza entre 1976 y 1981 usa fragmentos de su cuerpo como matriz serigráfica (creando inquietantes imágenes que evocan los efectos de la violencia ejercida sobre los cuerpos de las personas detenidas y torturadas), serían ejemplo de ello. También el propio Pedro Lemebel que en su perfomance Hospital del trabajador (1989) rinde homenaje a Sebastián Acevedo, obrero de la ciudad chilena de Concepción que se inmoló para protestar por la desaparición de dos de sus dos hijos, recreando su gesto sacrificial en las ruinas de un hospital que había empezado a construir el gobierno de Salvador Allende y que quedó abandonado tras el golpe militar de Augusto Pinochet.

En este apartado de la muestra articulado en torno a la idea del cuerpo como «territorio de violencia», también incluyeron algunos de los dibujos que Alejandro Montoya realizó a mediados de la década de 1980 de cuerpos anónimos abandonados en la morgue del SEMEFO (Servicio Médico Forense, en la actualidad Instituto de Ciencias Forenses) de México D.F.; o una instalación que tomaba como punto de partida la adaptación teatral del cuento El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann, que realizó en 1992 Periférico de Objetos y donde, según Ana Longoni, este grupo teatral plantea «una perturbadora reflexión en torno a la latencia de lo insepulto, de lo que emerge una y otra vez porque no está social o psicológicamente procesado, algo que cobraba especial relevancia en el contexto de los primeros años del menemismo, cuando se firmaron los indultos que dejaron libres a los militares condenados en el llamado Juicio de las Juntas».

De esa latencia de lo insepulto habla también el poema Cadáveres, de Néstor Perlongher, poeta, activista y antropólogo argentino que se exilió en 1980 en Brasil. Se trata de un poema larguísimo, escrito con un estilo desbordante, profuso, barroquizante -estilo que el propio Perlongher describía como «neobarroso»- y donde habla de eso negado que, como en el caso de la adaptación de El hombre de arena de Periférico de Objetos, irrumpe una y otra vez, aunque se quiera ocultar. La presencia de una ausencia, que en el poema se va remarcando a través de la insistente repetición, al final de cada estrofa, de la frase «Hay Cadáveres».

Ana Longoni explicó que a la hora de diseñar su relato expositivo concibieron el poema de Néstor Perlongher como una especie de nexo o umbral entre la zona dedicada al cuerpo como «territorio de violencia» y la zona dedicada al cuerpo como «territorio de libertad», donde hablaban de la irrupción de los feminismos y el movimiento LGTBI, con su reivindicación de un cuerpo disidente, desobediente respecto a la norma heterosexual. En esta zona de la muestra se puso en diálogo la ya citada serie fotográfica Mimos (1980), de Gianni Mestichelli, con materiales de las diversas y variadas acciones que en torno a la consigna de «Overgoze» (palabra portuguesa que se podría traducir como «sobre goce») llevó a cabo el grupo Gang, una de las sucursales del llamado Movimiento de Poesía Porno de Brasil, en Río de Janeiro entre 1980 y 1983. En ambos casos, lo individual se funde con lo colectivo y la (auto)exhibición del cuerpo desnudo y vulnerable puede entenderse como un ejemplo paradigmático de esa idea de «hacer política con nada». Dentro de este epígrafe del cuerpo como territorio de libertad también se presentaron algunos de los trabajos que llevó a cabo el colectivo de arte feminista Polvo de Gallina Negra, incluyendo varias de sus intervenciones «artísticas» en programas televisivos de gran audiencia, o una serie fotográfica en torno al uso del preservativo, donde se ponía de relieve la dimensión colectiva del cuidado, del fotógrafo y activista sexual mexicano Armando Cristeto.

En otra de las salas de la exposición, bajo el epígrafe de «Acción Gráfica» -«es importante subrayar que todos estos territorios conceptuales que marcamos en la muestra estaban interrelacionados entre sí, no se concebían como compartimentos estancos», quiso aclarar Ana Longoni- se reunían trabajos de, entre otros, los ya mencionados C.A.Pa.Ta.Co, del colectivo peruano Taller NN o de la Asociación Plásticos Jóvenes (APJ), de Chile. De este último colectivo prácticamente no se había expuesto nada hasta entonces y el proceso de investigación de Perder la forma humana permitió recuperar una gran cantidad del material que había generado. En la exposición se presentó una selección de los carteles que realizaron para diversas campañas u organizaciones de derechos humanos chilenas. Carteles que, al igual que C.A.Pa.Ta.Co en su serie Panfletos, hacían reciclando papeles ya impresos (en el caso de Asociación Plásticos Jóvenes, hojas de periódicos) y donde solían utilizar como matriz la bandera de Chile.

Del Taller NN, colectivo peruano que se inscribía en la tradición iniciada por Paréntesis y E.P.S. Huayco, se escogió uno de sus trabajos más controvertidos, Carpeta Negra. Trabajo donde, por un lado, recopilaban fotografías periodísticas de masacres, cuerpos mutilados y fosas comunes que intervenían con colores chillones y palabras escritas en la tipografía utilizada en los carteles publicitarios del Ministerio de Turismo de Perú; y, por otro, imágenes de personajes claves de la historia de la izquierda -tanto internacional como peruana (De Mao Tse Tung y Che Guevara a José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Comunista de Perú, o la poeta y guerrillera Edith Lagos Saez)- también intervenidas en clave pop, con colores chillones y códigos de barra.

Fue muy difícil encontrar un ejemplar intacto de esta Carpeta Negra, porque el gobierno de Alberto Fujimori acusó al Taller NN de ser apologistas de Sendero Luminoso, lo que implicó una fuerte persecución del colectivo (incluso uno de sus integrantes, Alfredo Márquez, llegó a estar tres años encarcelado en una prisión militar) y la mayoría de la gente que tenía un ejemplar, se deshizo de él por miedo a sufrir represalias. Finalmente se consiguió pero ahí surgió otra cuestión problemática: ¿qué pasa cuando un material de este tipo se inserta en un museo y queda condicionado por el régimen de visibilidad que este impone? «Fuimos conscientes del riesgo de estetización y deshistorización que esa recontextualización suponía», aseguró Longoni, «pero llegamos a la conclusión de que valía la pena correr ese riesgo, pues, por un lado, era un modo de resguardar una memoria frágil y expuesta a desaparecer y, por otro, entendíamos que en este caso el museo funcionaba como una caja de resonancia que posibilitaba hacer llegar estas memorias a nuevos públicos y que estos pudieran vincularlas a su presente y (re)activarlas».

En la zona que denominaron «Desobediencias sexuales» se presentaron trabajos de creadores como Carlos Leppe, Liliana Maresca, Miguel Ángel Rojas o Paz Errázuriz. En las obras incluidas de los dos primeros es el propio cuerpo del artista, de nuevo exhibido (semi)desnudo y vulnerable, el soporte con el que trabajan. En el caso de la argentina Maresca, imponiendo sobre él prótesis anatómicas al modo casi de esculturas carnales. Y en el de Leppe, artista ligado a la llamada Escena de Avanzada chilena, interviniéndolo con cintas adhesivas que, a la vez, obturan y resaltan sus pechos y genitales, en un complejo ejercicio crítico que hace referencia tanto a las torturas practicadas por el régimen de Pinochet como al cuestionamiento y desbordamiento de las identidades sexuales. De Rojas y Errázuriz se pudieron ver sus respectivas series fotográficas Mogador, una inmersión en los espacios furtivos de encuentro de la comunidad homosexual en la Bogotá de finales de la década de 1970, y La matanza de Adán, trabajo en el que Errázuriz retrata a travestis prostibulares de Santiago de Chile en el acto de vestirse y desvestirse. En este apartado de la muestra también se dedicó un espacio al popular cantante y actor brasileño Ney Matogrosso que, según Ana Longoni, a lo largo de su carrera fue creando una serie de personajes «imposibles de pautar dentro de la binariedad de la heteronormatividad y que incluso, en un diálogo con los mitos ancestrales de las comunidades indígenas, desbordaban la propia forma humana”.

En la exposición también había una zona llamada «Anarkía», con K, que daba cuenta de una serie de prácticas, ligadas a los nuevos modos de sociabilidad underground, que tenían una inequívoca vocación libertaria y utilizaban el humor como una herramienta de crítica social y política. En este apartado se incluía, por ejemplo, el proyecto de La Muestra Nómade, de Ral Veroni, donde este artista argentino fue diseminando por distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires unas pequeñas figuras realizadas con serigrafía que parodiaban desde una posición anarquista a personajes políticos. Con esta acción, de la que fue haciendo un registro pormenorizado, Veroni reclamaba el uso de la propia ciudad como espacio expositivo e incluso en ciertas ocasiones llegó instalar clandestinamente sus figuras dentro de lugares artísticos fundamentales de Buenos Aires, como el Centro Cultural Recoleta o el Museo Nacional de Bellas Artes, utilizando para ello sus baños públicos, en lo que llamaba «muestras antológicas» de La Muestra Nómade.
Antes de dar paso al último bloque de la segunda sesión del seminario, Ana Longoni contó que desde la Red Conceptualismos del Sur han puesto en marcha una web, Archivos en uso, que recoge una parte importante de los materiales recopilados en el marco del proceso de investigación de Perder la forma humana, tanto con anterioridad como con posterioridad a la exposición. Hasta la fecha, hay nueve archivos completos subidos -entre ellos el del colectivo CADA, el de Roberto Jacoby o uno sobre las prácticas creativas del movimiento de derechos humanos de Argentina- y la idea es ir añadiendo más en los próximos años. Como se explica en la propia web, con la digitalización de estos archivos lo que se busca es, por un lado, «contribuir a su preservación mediante el escaneado en alta resolución de los documentos que lo componen» y, por otro, facilitar «su difusión pública mediante copias en baja resolución que garantizan el acceso público a los mismos».

La fotografía como estrategia de memoria

En el cierre de la segunda sesión del seminario, Ana Longoni habló del uso que los familiares de los detenidos-desaparecidos en Argentina han realizado de la fotografía como estrategia, personal y política, para preservar la memoria de sus seres queridos. «Los familiares de los desaparecidos», señaló Longoni, «perciben las fotografías de sus seres queridos como el único resto material que les queda de ellos, constituyendo, por un lado, la prueba documental, ante la negación por parte del poder dictatorial, de que existieron y, por otro, un medio para poder seguir acariciándoles, tocándoles, teniéndoles cerca». De la intensidad de esa relación da testimonio el fotógrafo Julio Pantoja cuando cuenta que nunca ha discutido tan apasionadamente de fotografía como con los hijos de desaparecidos.
En torno al origen de las fotografías que se usan en las marchas hay una cuestión que plantea la investigadora Nelly Richard que para Longoni es interesante abordar. Dicho origen es doble. Por un lado, son fotografías procedentes del álbum familiar, normalmente de algún acontecimiento importante en la vida del desaparecido («tengamos en cuenta que hablamos de la década de 1970, cuando hacer fotografías era todavía algo excepcional»); por otro lado, son las fotografías del documento de identidad. Richard dice que el hecho de que se elija esta foto-carnet, de algún modo supone un gesto inconsciente de concesión al sistema represivo y sus procedimientos disciplinadores. Sin embargo Logoni considera que hay un matiz que no se debe obviar: el uso de esas fotos-carnet pone en evidencia la contradicción de un Estado que está diciendo que los desaparecidos no existen pero que, a la vez, les reconoce oficialmente, siendo el documento de identidad la prueba de dicho reconocimiento.

Ana Longoni explicó que la fotografía no solo ha sido una matriz clave en la representación y preservación de la memoria de los desaparecidos por su utilización en las marchas, sino también porque en torno a ella se han generado diversas estrategias artísticas para denunciar e intentar reponer el vacío dejado por su ausencia. Longoni presentó algunos ejemplos de dichas estrategias que, en la mayor parte de los casos, han sido emprendidas por fotógrafos que también son familiares de desaparecidos.

En primer lugar, Ana Longoni hizo referencia al proyecto Fotos tuyas (2006), de Inés Ullanosky. Esta fotógrafa estaba trabajando en el archivo fotográfico que las Abuelas de Plaza Mayo decidieron generar de sus hijos e hijas para que cuando aparecieran sus nietos, aunque ellas ya no estuvieran, pudieran recibir un relato biográfico de sus padres y madres. Realizando este trabajo se dio cuenta de que las fotografías que estas mujeres llevaban a las marchas tenían también en sus casas un lugar absolutamente protagónico. Es decir, eran importantes tanto en el espacio público como en el espacio íntimo. Y entonces lo que decide hacer es retratar a familiares de desaparecidos portando y/o posando junto a fotografías de sus seres queridos. Fotografías que reúne en la serie Fotos tuyas y que, de algún modo, funcionan como corolario del archivo de las Abuelas de Plaza de Mayo.

Una estrategia muy diferente es la que sigue el artista Nicolás Guagnini en Proyecto 30.000 (1998 – 2005). A partir de la pequeña fotografía carnet de su padre desaparecido, que era la foto que su abuela, Catalina Guagnini, una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, llevaba siempre a las marchas, crea un monumento cinético de grandes dimensiones que se va componiendo y descomponiendo, de modo que, dependiendo desde donde se mire, la imagen de su padre aparece y desaparece.

Especialmente sobrecogedor es el proyecto Arqueología de la memoria, de Lucila Quieto, una de las fundadoras de HIJOS. Para poder tener una fotografía con su padre desaparecido (al que no llegó a conocer, pues su madre estaba embarazada de ella cuando lo secuestraron) y completar su álbum familiar, Quieto idea un procedimiento muy sencillo: proyecta una foto de él y se coloca y fotografía junto a la imagen proyectada. Después, decide colectivizar este procedimiento, ofreciendo a otros familiares de desaparecidos realizarle fotografías similares, dejando que cada uno de ellos decida la imagen de su familiar con la que se va a retratar y el modo en el que se va a relacionar con su imagen proyectada Estas fotos «suceden» en lo que ella describe como un tercer tiempo que no es ni el pasado (en el que el desaparecido estaba vivo) ni es el presente (en el que el desaparecido está ausente), sino un tiempo ficcional donde el encuentro es posible. «Me interesa mucho este proyecto, que ha dado lugar a un libro y una exposición, porque parte de un motor personal para convertirse en un dispositivo colectivo», subrayó Longoni.

El último proyecto del que habló fue Ausencias, de Gustavo Germano, que también ha tomado forma tanto de libro como de exposición e incluso se ha replicado en otros contextos. Germano lo que hizo fue visitar a familiares de desaparecidos de la provincia de Entre Ríos y pedirles que eligieran una fotografía en la que aparecieran junto a él o ella para recrearla en el presente, haciendo visible el hueco, el vacío que dejaba la ausencia. Después, colocaba las dos fotografías juntas: en la original indicaba, bajo la imagen, los nombres de todas las personas que aparecían en ella, mientras que en la nueva, el nombre del familiar desaparecido se eliminaba y sustituía por unos puntos suspensivos. El propio Gustavo Germano se expuso a su procedimiento, recreando una imagen en la que aparecía junto a sus tres hermanos, el mayor de los cuales fue secuestrado cuando tenía tan solo 18 años. «A diferencia de lo que ocurre en el proyecto de Arqueología de la memoria de Lucila Quieto», precisó Ana Longoni, «en este caso la foto personal no es el punto de partida, sino de llegada».

Hay una fotografía de esta serie que a Longoni le conmueve especialmente y que fue con la que finalizó su recorrido por estos proyectos artísticos en torno a la fotografía como matriz de representación de los desaparecidos. En ella, una mujer, militante de las Madres de la Plaza de Mayo de la ciudad de Rosario, en vez de mimetizar la posición y gestualidad que tenía en la foto original, en la que estaba mirando a su hijo desaparecido, lo que hace es dirigir su mirada hacia la cámara. Es decir, desobedece, no acepta mirar al vacío, sino que decide interpelar directamente al fotógrafo y, a través de él, a todos los que contemplamos la fotografía.

Sesión 3: Prácticas recientes del activismo artístico argentino

En el inicio de la tercera y última sesión del seminario, Ana Longoni hizo referencia a un texto en el que Marcelo Expósito, Ana Vidal y Jaime Vindel identifican algunos de los rasgos distintivos fundamentales del activismo artístico, concepto que ya empezó a utilizarse en las primeras décadas del pasado siglo, coincidiendo con el momento de eclosión de las vanguardias. En dicho texto, incluido en el catálogo de la exposición Perder la forma humana (aunque posteriormente se ha ido editando y ampliando), lo primero que Expósito, Vidal y Vindel plantean es que en los modos de producción estética y de relacionalidad del activismo artístico, la acción social y política se antepone a la aspiración de autonomía del arte que es consustancial al pensamiento de la modernidad europea. Una aspiración que implica la postulación de una esfera artística separada que ha de permanecer ajena a cualquier tipo de interferencia externa. «El activismo artístico niega de facto esa separación, no exclusivamente en el plano teórico e ideológico, sino también en la práctica», subrayan.

Un segundo rasgo sería que, si bien se desarrolla principalmente en los márgenes o a extramuros de la institucionalidad artística, no renuncia a establecer puntualmente relaciones con ella. «Hay un entrar y un salir continuo de las instituciones», señaló Longoni, «un intento de resquebrajamiento de las diferencias entre el adentro y el afuera que se materializa de muchas maneras. Por ejemplo, destinando recursos -económicos, de legitimidad, de transferencia de conocimientos…- del adentro al afuera, u optando por entrar y salir de la institución en función de la coyuntura».

Otra cuestión fundamental es que la pregunta de si lo que se hace es o no es arte resulta irrelevante. Puede ser leído como arte, pero eso no es determinante, porque para el activismo artístico, el arte no es un fin en sí mismo, sino un medio que se pone al servicio de una lucha o de una causa, un «reservorio histórico» -de representaciones estéticas pero también de herramientas, técnicas y estrategias materiales y conceptuales- a las que, como explican Expósito, Vidal y Vindel, recurre tanto «para producir antagonismo y confrontación, como para ampliar los márgenes de lo posible». Según estos autores, otros dos rasgos claves del activismo artístico serían, por un lado, que busca abolir la unidireccionalidad que impone el régimen de visualidad del arte («donde al sujeto receptor se le asigna un rol de agente contemplador pasivo»); y, por otro, que entiende lo político no solo como un contenido o referencia, sino sobre todo como un modo de hacer («porque lo verdaderamente relevante del activismo artístico no es que hable de política, sino cómo contribuye a producir política, cómo constituye lo político en acto»). Además, [el activismo artístico] se caracterizaría por tener una «materialidad débil», debido tanto a la limitación de recursos con los que suele operar como a su rechazo a entrar en una dinámica de creación de objetos susceptibles de ser «fetichizables» y a que en él «el énfasis se pone en la producción inmaterial: relaciones, subjetivación, concienciación…».

Tras hablar de este texto, Ana Longoni explicó que la tercera sesión del seminario se centraría en el análisis del activismo artístico en Argentina desde mediados de la década de 1990 hasta la actualidad. Un periodo en el que, especialmente a partir de la gran eclosión de nuevas formas de organización social y política que se da entre 2001 y 2003/2004, los movimientos sociales incorporan de manera muy orgánica la dimensión creativa. Longoni considera que dentro de este largo periodo se pueden distinguir cinco grandes momentos o coyunturas, a cada uno de los cuales dedicó un bloque específico de la tercera sesión de su seminario: 1995, cuando emerge HIJOS y se gesta la práctica de los escraches; el momento que acabamos de citar de gran efervescencia social que se produce entre 2001 y 2004; el momento bisagra o «parteaguas» que llega tras esa experiencia de eclosión; la involucración del activismo artístico en la denuncia de la segunda desaparición de Jorge Julio López, acontecida en septiembre de 2006; y el creciente protagonismo que ha ido adquiriendo el feminismo dentro de la agenda activista argentina durante la década de 2010.

La emergencia de HIJOS y la irrupción del escrache como herramienta de acción política

La década de 1990 , marcada por los dos sucesivos gobiernos de Carlos Menem, fueron años de regresión en Argentina, cuando los movimiento de derechos humanos, centrales en las luchas anti-dictatoriales y de los primeros años de la democracia, quedaron relegados a un plano muy marginal dentro de la escena política. Menem llegó al poder en julio de 1989, en medio de un fuerte proceso hiperinflaccionario, y durante los diez años que estuvo al frente del gobierno, al tiempo que profundizó en la política de impunidad ya iniciada por su predecesor, Raúl Alfonsín, también impuso una agenda radicalmente neoliberal, desmantelando empresas públicas de sectores esenciales (agua, electricidad, gas, petróleo, ferrocarriles…) y avanzando muy impetuosamente en el desguace del Estado social. «Fueron años de capitalismo devastador, en los que casi un tercio de la población argentina quedó excluida del sistema de trabajo», resaltó Ana Longoni.

En esta coyuntura tan hostil emerge HIJOS («acrónimo de Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio») que se funda en noviembre de 1995. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los desaparecidos eran muy jóvenes, con edades comprendidas entre los 15 y los 30 años, y muchos de ellos acababan de tener hijos o estaban esperándolo (de hecho, entre las mujeres secuestradas hubo bastantes embarazadas). Es a mediados de la década de 1990, a veinte años del golpe, cuando sus hijos entran en la edad adulta y deciden crear esta organización con el objetivo explícito de luchar contra la impunidad y de que se hiciera justicia a sus familiares desaparecidos.

HIJOS idea como modo de acción directa los escraches, término que procede de la jerga del lunfardo, donde se utilizaba para referirse al acto de revelar o hacer aflorar algo que está oculto. Y esto es justo lo que ellos pretendían: sacar a la luz a los genocidas que habían quedado impunes y que en muchos casos incluso seguían vinculados a las fuerzas de seguridad del Estado, algunos de ellos ocupando puestos relevantes. Su estrategia se diferenciaba de la de las Madres de la Plaza de Mayo en dos aspectos fundamentales. Por un lado, a diferencia de estas, que habían puesto el foco en señalar la existencia de víctimas de la represión, HIJOS desplaza dicho foco hacia los victimarios, «pues eran ellos sobre los que en ese momento había un olvido social». Por otro lado, si las Madres habían focalizado su acción en torno a un tiempo ritual, la «Ronda de los jueves», y a un espacio emblemático de la trama política de la capital de Argentina, la Plaza de Mayo, las acciones de HIJOS, al modo de las «acciones relámpagos» del activismo chileno de las que se habló en la primera sesión del seminario, podían ocurrir en cualquier parte. De hecho, llegaron a acuñar como consigna la frase «a donde vayan [los genocidas] los iremos a buscar».

Los escraches tenían una temporalidad larga, con al menos tres momentos diferenciados. Un primer momento de investigación, un segundo momento de trabajo barrial in situ y el momento final de la marcha al lugar donde vivía o trabajaba el genocida. «Se hicieron cientos de escraches», explicó Longoni, «a militares, a policías, a médicos apropiadores, a sacerdotes que habían dado cobertura a las atrocidades del régimen dictatorial… En definitiva, a toda la trama de implicación y sostenimiento del terrorismo de Estado». Los primeros fueron muy sorpresivos, ya que irrumpían en medio de un contexto de mucha desmovilización en el que las marchas de las organizaciones de derechos humanos eran muy minoritarias. Eso también cogió desprevenidas a las fuerzas de seguridad y se pudieron llevar a cabo sin demasiadas dificultades. Con el tiempo, el efecto «sorpresa» desapareció y los escraches empezaron a ser fuertemente reprimidos. Es entonces cuando algunos colectivos artísticos comenzaron a involucrase en la creación de estrategias para esquivar esa represión y colaborar en la difusión de las acciones que se realizaban. Ana Longoni habló de dos de los más activos: el Grupo de Arte Callejero (GAC) y el colectivo Etcétera.

Fundado casi a la par que HIJOS, el primero de ellos, GAC, diseñó gran parte de la señalética que se utilizó en los escraches. En un inteligente ejercicio de subversión y decodificación crítica, lo que hacían era imitar el formato, color y tipografía de las señales de tráfico oficiales -o, en otros casos, de carteles turísticos institucionales-, de modo que su contenido crítico podía pasar desapercibido para un paseante o un espectador poco atento. Sus «señales de tráfico subvertidas» no solo se portaban como estandartes en las marchas finales de los escraches, sino que también se instalaban en la vía pública durante el proceso de investigación y trabajo barrial in situ que, como hemos explicado antes, les antecedía. Señales que, por ejemplo, marcaban un aeródromo del que habían partido los llamados vuelos de la muerte, un hospital en el que había funcionado una maternidad clandestina (donde daban a luz las mujeres embarazadas secuestradas, cuyos bebés se entregaban luego a familias ligadas al poder dictatorial) o el lugar en el que vivían o trabajaban genocidas que habían quedado impunes.

El Grupo de Arte Callejero (GAC) elaboró, además, una serie de mapas -titulados, de manera genérica, Aquí viven genocidas- donde se condensaba la información recopilada en los diferentes escraches que se iban llevando a cabo en una ciudad. «Unos mapas que con el tiempo se fueron haciendo cada vez más profusos y permitieron que la gente pudiera comprobar que en sus recorridos cotidianos por la trama urbana era muy posible que atravesara o pasara cerca de lugares en los que vivían y/o trabajaban genocidas», señaló Longoni que también contó que el GAC nunca firmó el material que generó en torno a los escraches, dejándolo disponible para que, quien quisiera, pudiera (re)utilizarlo.

Por su parte, Etcétera es un colectivo ligado al mundo del teatro que hacía perfomances de índole carnavalesca. Empiezan a colaborar con HIJOS a finales de 1997, en un momento en el que el movimiento de los escraches estaba sufriendo una fuerte represión. En esa coyuntura lo que ellos plantean es realizar en paralelo a la acción final de los escraches -es decir, al momento en el que se hace la marcha para señalar el lugar donde vive o trabaja el genocida- perfomances teatrales callejeras que servían para distraer a la Policía. Eran performances muy grotescas en las que se ridiculizaba a los políticos o, por ejemplo, se recreaba un parto clandestino y el robo y apropiación de un bebé. En algunos casos, la propia perfomance teatral era también la acción central del escrache, como en la que llevaron a cabo contra la coleccionista Nelly Blázquez en las puertas del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Blázquez, que en aquel momento era la presidenta de la Asociación de Amigos de Bellas Artes de Argentina, estaba ligada a una de las familias más pudientes del país. Familia que era dueña del Ingeniero Azucarero de Ledesma, en Jujuy, una empresa que fue cómplice directa de la dictadura cívico-militar en la conocida como la «Noche del Apagón», cuando en las localidades de Libertador General San Martín y Calilegua fueron secuestradas alrededor de 400 personas (estudiantes, militantes políticos, sindicalistas…), de las cuales más de 30 continúan aún hoy desaparecidas.

En este punto de su intervención, Ana Longoni planteó un debate que hay en torno a la práctica del escrache y que ella considera muy importante no obviar, entre otras cosas porque es clave para pensar de manera compleja la noción de «caja de herramientas» que tiene un papel muy importante en el activismo artístico. «Cuando en el marco de la exposición ExArgentina, celebrada en el Museo Ludwig de Colonia en 2004 y de la que hablaremos más detalladamente después, el Colectivo Situaciones presentó un libro sobre la práctica del escrache», recordó Longoni, «los activistas alemanas se mostraron muy críticos, argumentando que les recordaba la práctica nazi de señalizar las casas de judíos y de integrantes de otros colectivos perseguidos». A su juicio, esa reticencia lo que ponía de manifiesto es que la potencialidad disruptiva del escrache, su condición de nueva forma política, tiene que ver con la coyuntura en la que surge: los años de la impunidad en Argentina. Vaciada de ese sentido histórico, de esa justificación coyuntural (señalar la impunidad, la falta de justicia y de reparación histórica), es una metodología que corre el peligro de convertirse en una mera herramienta de impugnación y señalamiento del adversario político, como de hecho ha ocurrido tanto en Argentina como en España.

Antes de pasar al siguiente bloque, Ana Longoni quiso hacer mención a un colectivo que surge en 1997 en Córdoba, ciudad con una gran tradición de organización obrera, y que nos muestra que el activismo artístico en la dura década de 1990 en Argentina no se agota en los escraches y las acciones del GAC y el grupo Etcétera. Se trata de Costuras Urbanas, un colectivo feminista fundado por Sandra Mutal, Fernanda Carrizo y María José Ferreira que, entre otras cosas, llevó a cabo toda una serie de acciones para denunciar el sistemático proceso de privatización del espacio público que el gobierno neoliberal de Carlos Menem estaba impulsando.

Eclosión de nuevas formas de organización social y política

A principios de la década de los 2000, tras los años de desmantelamiento del sistema público que desencadenaron las políticas neoliberales impulsadas por los gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, Argentina se vio sumida en una profunda crisis política y económica que provocó, entre otras cosas, la restricción de la libre disposición de dinero en efectivo de los ciudadanos, el llamado corralito. «El país estaba en llamas», explicó Longoni, «asolado por una hiperinflación salvaje -apenas había dinero circulando, ni siquiera para comprar comida u otros bienes de primera necesidad- y, para poder sobrevivir la gente incluso comenzó a organizarse en clubes de trueque».

En este contexto, ese tercio de la población argentina que en la década de los noventa se había quedado fuera del mercado del trabajo se articuló políticamente a través del movimiento piquetero. Su principal herramienta fueron los piquetes que le dieron nombre, esto es, cortes estratégicos de las rutas de circulación nacional, fundamentales en la vertebración de un país de gran extensión como Argentina. «En realidad», precisó Ana Longoni, «el movimiento piquetero surge a mediados de la década de 1990, pero fue en estos años cuando adquiere visibilidad y se convierte en central en la vida política de Argentina». Por su parte, la clase media urbana, despojada del acceso a sus ahorros, empieza también a movilizarse a través de herramientas como el «cacerolazo», y se vive un momento de articulación entre esa clase media urbana y los sectores populares más pauperizados y excluidos del sistema del trabajo. Una alianza de la que da cuenta la consigna «piquete y cacerola, la lucha es una sola» que se popularizó durante aquellos años.

El momento más intenso de esta crisis se produce en los últimos días del año 2001. Tras semanas de movilizaciones contra el gobierno, el 19 de diciembre Fernando de la Rúa anuncia la proclamación del «Estado de sitio», lo que provoca que se recrudezcan aún más las protestas que son fuertemente reprimidas por las fuerzas de seguridad, con un saldo de más de treinta víctimas mortales. La tarde del 21 de diciembre, De la Rúa presenta su renuncia, abriéndose un período de dos semanas de alta inestabilidad política durante el que hasta cuatro funcionarios diferentes estuvieron a cargo del Poder Ejecutivo.

La experiencia de auto-organización social que se vivió en Argentina desde el estallido insurreccional de diciembre 2001 hasta finales de 2003 / principios de 2004 fue, según Longoni, inédita. En esos años «surge a borbotones» un poliédrico movimiento asambleario que pone en marcha distintas iniciativas para pensar y generar colectivamente modos de hacer y de organizarse socialmente en un contexto de total arrasamiento de lo público: desde los ya citados clubes de trueque (que fueron claves para que, en un momento en el que la circulación de dinero estaba paralizada, mucha gente pudiera sobrevivir), a la creación de merenderos auto-gestionados. Con el paso del tiempo, ese proceso asambleario se fue desgastando, en gran medida por la instrumentalización que del mismo trataron de hacer ciertas fuerzas políticas.

En este momento de emergencia de nuevos «protagonismos sociales», como los describe Maristella Swampa, que se abre en 2001 irrumpen formas de creatividad colectiva que tienen una indudable carga artística, pero que en su origen no se concibieron como tales. Un ejemplo emblemático de esto fue la iniciativa de ir, a modo de protesta por la imposición del corralito, a las puertas de las sucursales bancarias y acampar frente a ellas como si se estuviera con la familia de vacaciones en la playa. Una acción que se fue replicando por distintas ciudades argentinas y tras la cual no había ningún colectivo artístico. «Se trataba, más bien, de la asunción generalizada de que había que llamar la atención de forma creativa para conseguir que tu protesta adquiriera visibilidad», explicó Ana Longoni. Otro ejemplo parecido es cuando los empleados del Hospital Francés marcharon con sus camillas por las calles de Buenos Aires para protestar por la amenaza de cierre de su centro hospitalario.

De algún modo, en este tipología de forma creativa de protesta también se podría englobar la acción conocida como el «mierdazo», en la que lo que se proponía era llenar de excrementos determinados espacios simbólicos ligados al poder político. La ideó una asamblea de artistas que se constituye en aquel momento de eclosión social en Buenos Aires y que llegó a contar con más de 300 miembros, de procedencia y edades muy diferentes. Ellos la llevaron a cabo en las escalinatas del Congreso de los Diputados, pero después fue replicándose en otras partes del país por gente que, en la mayor parte de los casos, no tenía nada que ver con el mundo del arte. A juicio de Longoni, esta acción, que fue muy debatida dentro de la asamblea («hubo integrantes, como el artista y comisario Juan Carlos Romero, que se mostraron muy reacios a ella, aunque una vez aprobada, la asumieron»), ha de entenderse en el clima de impugnación radical de todo el sistema político (sintetizado muy bien por la famosa consigna de «Que se vayan todos, que no quede ni un solo») que se produjo durante aquellos años.

Otro colectivo con una lógica de funcionamiento asamblearia que emerge en este contexto de «ebullición y movilización social expandida» fue Argentina Arde, cuyo nombre aludía y homenajeaba la iniciativa de Tucumán Arde, una experiencia seminal de confluencia entre arte y activismo que tuvo lugar en 1968. Argentina Arde es un colectivo que se crea con la intención de generar un espacio de comunicación alternativa que informara abiertamente de la insurrección popular que se estaba produciendo y que los medios de comunicación masivos ocultaban o minimizaban. En el seno de este colectivo -que hizo suyo el provocador lema, muy popular en aquellos años, «Nos mean y Clarín dice que llueve»- nace la plataforma de contra-información Indymedia Argentina que aún continúa en activo.

Mención aparte merece el colectivo TPS – Taller Popular de Serigrafía, impulsado inicialmente por Mariela Scafati (que después también formará parte de Serigrafistas Queer y Cromoactivismo), Magdalena Jitrik y Diego Posadas. Sus primeros trabajos fueron para una asamblea popular del barrio de San Telmo, con la que colaboran no solo en la producción de gráfica y material comunicativo, sino también funcionando dentro de ella como una suerte de espacio pedagógico para el aprendizaje de la técnica de la serigrafía. Esa doble dimensión será fundamental en todo el trabajo que realizan en alianza con diversas organizaciones sociales, desde colectivos sindicales y fábricas recuperadas (como Brukman o Grissinópolis) al movimiento piquetero de Avellaneda. Su trabajo gráfico con estas organizaciones se articula siempre a través de una metodología colaborativa. Las imágenes que generan con y para ellas se deciden después de un proceso de deliberación asambleario y la producción de las mismas se realiza de manera colectiva, algo que, como explicó -y ejemplificó con su propio taller en el II Campus Polígono Sur- Guille Mongan, hará también más adelante Serigrafistas queer. Con este colectivo, así como con el ya reseñado de C.A.Pa.Ta.Co, comparten además la iniciativa de llevar el taller a la calle, ideando un dispositivo portátil con todas las herramientas necesarias para realizar impresiones serigráficas.

De las numerosas imágenes producidas por el TPS, Ana Longoni quiso detenerse en una concreta por su carácter polisémico. La hicieron para estamparlas en camisetas en una marcha del Día de los Trabajadores, y en ella, bajo la consigna»1 de Mayo. Vivienda. Alimentación. Educación. Trabajo» aparece un dibujo acompañado de la frase «Construir un horno de pan en una plaza pública». Ese dibujo y la frase que le acompañaba hacían referencia a la acción Construcción de un horno popular para hacer pan que realizó en 1972 el artista conceptual argentino Víctor Grippo.

Esa acción se enmarcó dentro de una muestra al aire libre que se llevó a cabo en la Plaza Roberto Artl de Buenos Aires y en ella un artesano llamado Rossi les enseñó a él y otro artista, José Gamarra, a construir un horno de pan y ponerlo en funcionamiento. Una vez lo hicieron, empezaron a hornear pan y a compartirlo entre los asistentes a la muestra, consiguiendo que el horno, que después sería retirado por las autoridades municipales y desapareció, se convirtiera en una suerte de espacio de diálogo asambleario. «Lo que me interesa de la imagen diseñada por el TPS», subrayó Longoni, «es que alude de manera muy directa a una acción artística con la que se vincula genealógicamente, pero quien no conozca la obra referenciada también la entiende perfectamente». Es decir, su guiño (artístico) autorreferencial no menoscaba su funcionalidad (política) comunicativa. Ni viceversa.

Esta capacidad de convocar e integrar de manera fluida diferentes niveles de lectura contrasta con la descontextualización con la que a menudo se presentaron estas prácticas cuando entraron en los circuitos del arte internacional. Hay que tener en cuenta que a mediados de la década de los 2000, desde numerosos eventos artísticos internacionales empezaron a mostrar interés por las experiencias de activismo artístico que se habían dado en Argentina en los años anteriores, invitando a colectivos como Etcétera, GAC o TPS a que presentaran las acciones y materiales que habían llevado a cabo. Y ahí se da un problema de traducción que no resulta fácil de resolver «Creo que es necesario pensar muy bien qué tipo de dispositivos, qué formas de traducción y de relectura se pueden generar para presentar estas prácticas sin que queden convertidas en un mero fetiche político que, despojado de su sentido crítico original, se consume como un objeto artístico más», planteó Ana Longoni.

Antes de pasar al momento de impasse que se inicia a finales de 2003, con la llegada al poder de Néstor Kirchner y la asunción a nivel institucional de parte de la agenda y, sobre todo, de la retórica discursiva del movimiento de los derechos humanos, Longoni quiso detenerse en dos hechos que, a su juicio, pueden verse como síntomas o signos del cambio de época que se estaba produciendo.

Por un lado, la tensión que se vivió en unas jornadas de debate tituladas Arte rosa light y arte Rosa Luxemburgo que se celebraron en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) en mayo de 2003. Enmarcadas en el Proyecto Venus, una suerte de plataforma artística comunitaria que estuvo en activo durante casi seis años, estas jornadas pretendían poner de relieve que no había tanta diferencia entre el «arte rosa light», que «se articula en torno a lo lúdico, a eso que hemos descrito como la estrategia de la alegría», y el «arte Rosa Luxemburgo», que lo hace en torno a una acción y reflexión política más ortodoxa, trabajando a menudo en colaboración directa con los movimientos sociales.

Por otro lado, el cierre de Belleza y Felicidad, un espacio importantísimo de la trama artística alternativa argentina de finales de la década de 1990 y principio de la de los 2000 que impulsaron Cecilia Pavón y Fernanda Laguna en el barrio de Almagro de Buenos Aires. «En este espacio, que podría ser considerado como un ejemplo paradigmático de eso que en las jornadas del MALBA habíamos descrito como ‘arte rosa light’, fue donde, por ejemplo, el Taller Popular de Serigrafía expuso por primera vez», explicó Ana Longoni. «Me parece fundamental poner el acento en estas intersecciones», añadió, «tomar conciencia, de que, como veíamos en la segunda sesión al hablar de los Museos Bailables y otras iniciativas impulsadas por el colectivo C.A.Pa.Ta.Co, el mundo militante diurno y el mundo underground nocturno no deben verse como territorios estancos confrontados, sino más bien como espacios porosos, profundamente interconectados entre sí».

2004 / 2006. Un momento parteaguas

Como apuntábamos antes, tras la llegada al poder de Néstor Kirchner a finales del año 2003 se produce un proceso de asunción institucional, de conversión en política de Estado, aunque fuera a un nivel fundamentalmente retórico, de las reclamaciones históricas de los movimientos de derechos humanos. «Esto dejó descolocado a los movimientos sociales que hasta entonces siempre se habían posicionado en un lugar de resistencia contra el poder del Estado, fuera este dictatorial o democrático… Fue un auténtico cimbronazo que generó una fuerte división dentro de ellos», aseguró Longoni.

Hay un episodio concreto que ilustra muy bien este proceso de desacomodamiento. Poco antes del aniversario del golpe militar del 24 de marzo de 2004, el gobierno de Néstor Kirchner anunció que se otorgaría el complejo de la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), donde había estado ubicado el mayor centro de detención clandestina de la dictadura de la ciudad de Buenos Aires, a los organismos de derechos humanos, para convertirlo en un lugar de memoria. En este contexto, para la marcha del 24 de marzo, que ese año fue multitudinaria, el TPS generó una imagen muy irónica respecto a este gesto, donde planteaba que si el ESMA se había convertido en un Museo de la Memoria, otros edificios emblemáticos del poder político y económico del país debían seguir un proceso parecido y, por ejemplo, el Congreso de la Nación transformarse en un Museo de la Corrupción, el Ministerio de Economía en un Museo del Hambre o el Palacio de Justicia en un Museo de la Impunidad. Esta imagen, muy distinta a las que solían hacer, fue muy mal recibida por un sector importante de los manifestantes e incluso se llegó a producir un forcejeo, tras el cual el taller ambulante de serigrafía que el TPS llevaba a las marchas acabó en el suelo.

También resultó muy polémica la acción que realizó el colectivo Etcétera en el acto oficial de entrega a los organismos de derechos humanos del predio del ESMA, celebrado el mismo 24 de marzo por la mañana. Aparecieron ataviados con sus habituales máscaras carnavalescas de militares y repartieron a los asistentes unas bolsitas de plásticos, al modo de los packs desechables de limpieza que dan en los hoteles, en lo que suponía una clara alusión a que el gesto del gobierno de Kirchner les parecía un mero lavado de cara. «Fue realmente un momento parteaguas muy fuerte, tanto para los colectivos artísticos activistas como para el movimiento de los derechos humanos en su conjunto», subrayó Ana Longoni. «Hubo un desacomodamiento respecto a donde quedabas colocado y eso condujo a la fragmentación e incluso la disolución total de muchos colectivos».

A esto se añade que en torno a 2003/2004 hay una sobre-exposición internacional del fenómeno de eclosión social que acababa de vivir el país, propiciando incluso la emergencia de una suerte de «turismo piquetero», gente que llegaba a Argentina desde distintas partes del mundo para vivir, dicho esto ironía, una experiencia de inmersión en el proceso revolucionario argentino. Según Longoni, este «turismo piquetero» condicionó cómo fue leído el activismo artístico cuando se presentaba en eventos internacionales, algo que en esos años empezó a ser muy habitual. Un ejemplo paradigmático de esto es cómo se presentaron dos experiencias tan complejas y poderosas como las de Tucumán Arde y el colectivo chileno CADA en la Documenta 12, sin realizar apenas un ejercicio de traducción y adaptación que permitiera que su potencia crítica disruptiva no quedara completamente desactivada.

A este problema no fue ajeno la ya citada exposición de ExArgentina que se celebró en 2004 en el Museo Ludwig de Colonia y fue comisariada por los artistas y activistas alemanes Alice Creischer y Andreas Siekmann. Ana Longoni contó que los investigadores, artistas y colectivos que participaron en esta muestra mantuvieron intensos debates en torno a cómo presentar los materiales que en ella se exponían de modo que no perdieran su potencialidad disruptiva, a cómo traducirlos, relatarlos, contextualizarlos e historizarlos para que no quedaron devenidos en un resto puramente estético.

A este respecto, a Longoni le pareció muy interesante una intervención que planteó en el contexto de esta exposición un colectivo alemán llamado Die Glücklichen Arbeitslosen [Los desocupados felices]. La noche anterior a la inauguración de la muestra, este colectivo organizó un banquete vegano en una de las salas del museo al que solo podían asistir artistas no europeos y personas desempleadas. Durante todo el tiempo que duró la exposición, los restos de comida que habían quedado tras el banquete se dejaron intactos sobre la mesa en el que este se llevó a cabo. Una mesa que era una réplica de la utilizada unos meses antes por los miembros del G8 que se habían reunido en el museo. A Ana Longoni le pareció muy inteligente esta intervención porque partía de la presentación de materiales ligados a prácticas de activismo artístico de un contexto ajeno y distante -siendo, por otro lado, consciente de su condición de subalternidad-, para articular una crítica a la institución artística que los alojaba y que, de algún modo, a través de dichos materiales buscaba legitimarse. Es decir, era una intervención «que ocurría en el interior de la institución pero que se hacía cargo de ese estar adentro», y eso, en cierto sentido, le permitía no ser cooptada por ella y conservar su capacidad subversiva.

La involucración del activismo artístico en la denuncia de la segunda desaparición de Jorge Julio López

Militante de base de la izquierda peronista, Jorge Julio López es uno de los pocos activistas detenidos por la dictadura que, tras ser secuestrado y torturado, llegando a pasar por tres campos de detención clandestina, terminó siendo liberado. En 2006, fue un testigo clave de los llamados Juicios por la Verdad, por los que fue condenado a cadena perpetua el represor Miguel Etchecolatz, jefe de la Policía bonaerense y unas de las figuras centrales del genocidio argentino. El día que iba a dictarse la sentencia contra Etchecolatz, Jorge Julio López volvió a ser secuestrado y, desde entonces, sigue en paradero desconocido.

El activismo artístico se ha involucrado de manera muy activa en la denuncia de su segunda desaparición que, según Longoni, no ha sido la única. «Ha habido otros casos de testigos que han desaparecido o que han sido asesinados, como un modo de amedrentamiento ante el avance de los juicios que se impulsaron durante los años del gobierno de Kirchner», aseguró. Se da la circunstancia de que ante estos supervivientes ha habido algunas reticencias por parte de ciertos sectores de los movimientos de derechos humanos y, en concreto, de las Madres de la Plaza de Mayo, por la sospecha de que habían logrado sobrevivir porque se habían quebrado en los interrogatorios y traicionado a otros compañeros. Ana Longoni, que en 2007 llegó a publicar un libro titulado Traiciones sobre el estigma que sufren los supervivientes de los campos de detención, considera que es necesario evitar esa sospecha sistemática y tomar conciencia de que esta figura ha sido clave «no solo para sostener la denuncia del genocidio, sino también para que sea factible la posibilidad misma de que se imparta justicia, ya que son solo ellos quienes pueden dar un testimonio directo de lo que pasó».

Longoni habló de varias de las acciones que diferentes artistas y colectivos han impulsado para denunciar la segunda desaparición de Jorge Julio López. Por ejemplo, en el contexto de la marcha que se celebró en la ciudad de La Plata al mes de que dicha desaparición se produjera, el Colectivo Siempre, un grupo de mujeres vinculado al mundo de la danza, organizó una acción en la que, ataviadas con ropa blanca y negra y portando una pancarta serigrafiada con el retrato de Julio López, marchaban divididas en pequeños grupos y cada tantos pasos se detenían y gritaban, todas a la vez, el nombre de alguna persona desaparecida, cada una el que quisiera.

Por su parte, el artista bonaerense Hugo Vidal creó un calendario, que re-edita todos los años, donde las casillas están vacías para ir marcando, al modo de los presidiarios, los días que lleva sin aparecer. Además, ha realizado otras intervenciones en torno a la figura de Jorge Julio López, como una en la que, estableciendo un diálogo con la acción Inserções em circuitos ideológicos: Projeto Coca-Cola que hizo Cildo Meireles en Brasil en la década de 1970, estampa con un sello de goma en las etiquetas de botellas del vino de la marca «López», muy popular en Argentina, la frase «Aparición con vida de Jorge Julio». Curiosamente, el colectivo HIJOS también llevó a cabo una acción que replicaba otra realizada en los años setenta por Meireles, ¿Quien mató a Herzog?, en este caso imprimiendo sobre billetes de dos pesos, los de menor valor en la Argentina de la época, la pregunta «¿Dónde está Jorge Julio López?».

Lucas di Pascuale, artista de la ciudad argentina de Córdoba, y el arquitecto Leo Ramos son otros dos creadores que han realizado intervenciones en torno a esta figura. El primero ha construido varios carteles de grandes dimensiones con el apellido «López» que luego, con la ayuda siempre de un grupo de colaboradores, instala en diferentes espacios (universidades, sedes de periódicos…). De manera intencionada, esos carteles están fabricados con material frágil, varillas de madera sin barnizar, por lo que al estar a la intemperie se van deteriorando. «Con este gesto», explicó Ana Longoni, «lo que di Pascuale quiere poner de relieve es que la memoria en torno a este hecho es muy frágil y se necesita de una voluntad y una constancia colectiva para mantenerla viva». Por su parte, Leo Ramos lo que hizo fue crear unas superficies auto-adhesivas con la silueta de Jorge Julio López que iba instalando sobre las ventanas de autobuses urbanos de su ciudad, Resistencia (Provincia del Chaco). «De este modo», contó Longoni, «cuando se observaban desde la calle, lo que se veía era el rostro del pasajero superpuesto al de Jorge Julio López, como si este hubiera repentinamente reaparecido con vida».


Antes de pasar al quinto y último bloque, centrado en las prácticas artísticas activistas más recientes, Ana Longoni quiso mencionar a dos colectivos que surgen en ese «momento bisagra» que se abre en 2004, con la llegada al poder de Néstor Kirchner y la asunción institucional de la retórica política de los movimientos de derechos humanos.
Por un lado, el colectivo Iconoclasistas, integrado por la ya citada Julia Risler, autora del libro La Acción Psicológica, y Pablo Ares, diseñador gráfico que durante mucho tiempo estuvo vinculado al GAC. El trabajo de este colectivo, que cuenta con una web donde comparten bajo licencias Creative Commons los recursos que van generando, se articula fundamentalmente en torno a la herramienta de la cartografía. Un ejemplo de esto es La República de los Cirujas, proyecto de cartografía crítica que realizaron en la localidad de José León Suárez, situada en la zona norte del Gran Buenos Aires y donde se encuentra el depósito de basura a cielo abierto más grande de Argentina. Fruto de un proceso de investigación colectiva y colaborativa, este proyecto cartográfico da cuenta de los circuitos cotidianos de trabajo, socialización y supervivencia de los habitantes de José León Suárez que viven de recoger cosas de la basura y a los que se les conoce con el termino coloquial, procedente del lunfardo, de los «cirujeros». Según Longoni, este proyecto -y, en general, la manera de trabajar de Inconoclasistas- ejemplifica muy bien esa idea de la que se habló al principio de la sesión de que el activismo artístico se desarrolla, principalmente, en los márgenes o a extramuros de la institución arte, pero no renuncia a establecer en momentos puntuales relaciones con ella. «El mapa de la República de los Cirujas», precisó, «ha llegado a presentarse en la Fundación PROA, centro privado de arte situado en el barrio de Boca, un espacio muy volcado al turismo. Pero para Iconoclasistas esto no es una contradicción, pues desde una visión muy pragmática consideran que estar adentro de las instituciones les permite conseguir recursos que luego derivan a las iniciativas sociales con las que colaboran».

El segundo de los colectivos, surgido en este momento bisagra que se abre en 2004, al que hizo mención Ana Longoni es Mujeres Públicas, un grupo feminista que, al igual que Inconoclasistas, está todavía en activo. Longoni contó que uno de los primeros carteles que diseñaron generó mucho rechazo en ciertos sectores del movimiento feminista, pues aunque lo que querían era denunciar las técnicas de violencia contra las mujeres que empleó la dictadura argentina, se entendió como una imagen que criticaba la práctica del aborto con agujas de tejer, el recurso extremo que utilizan algunas mujeres de clases populares que no pueden costearse un aborto clandestino en una clínica privada. Más allá de ese malentendido inicial, su relación con el movimiento feminista argentino ha sido siempre muy estrecha. En este sentido, una de sus acciones más emblemáticas es la deriva urbana que organizaron por diferentes lugares de la ciudad de Buenos Aires que habían sido escenarios de «hitos» feministas de diversa índole. Uno de esos lugares era la esquina entre las céntricas calles de Florida y Lavalle. Ahí, a principios de la década de los ochenta se congregaban todos los viernes un muy reducido grupo de mujeres para realizar, a modo de reivindicación y protesta, el gesto de unir las manos y juntar los dedos índice y pulgar para simbolizar la forma de la vagina. Ana Longoni explicó que una de ellas, Ilse Fuskova, la primera mujer en Argentina que se declaró públicamente lesbiana ante las cámaras de televisión, se sumó a la deriva. «Fue muy emocionante vivir junto a ella ese momento mágico en el que las participantes en la deriva llegábamos a esa esquina entre las calles de Florida y Lavalle y replicábamos, orgullosas, su gesto valiente y pionero», subrayó.

Últimos años. La irrupción del feminismo en el centro de la agenda del activismo en Argentina

En el tramo final de su seminario, Ana Longoni quiso centrarse en las prácticas activistas más recientes, muy marcadas por la creciente relevancia que las luchas, reivindicaciones y modos de hacer del feminismo han adquirido dentro de los movimientos sociales argentinos.

El primer colectivo al que hizo referencia fue Serigrafistas queer, del que hablaría más detenidamente Guille Mongan, una de sus integrantes, en el taller La acción gráfica como compañera que esta artista y activista impartió en el marco del II Campus Polígono Sur. Longoni contó que Serigrafistas queer surge a raíz de una convocatoria que se hace antes de la Marcha del Orgullo LGTBI de 2007 para generar material serigráfico. Esa convocatoria es, en un primer momento, impulsada por Mariela Scafati que había formado parte del Taller Popular de Serigrafía (TPS). Colectivo del que Serigrafistas queer tomará muchas de sus prácticas y modos de hacer, desde la deliberación asamblearia para decidir las imágenes que se van a utilizar hasta el proceso de producción colectiva de dichas imágenes, pasando por su apuesta por llevar el taller al contexto de la manifestación. «Todo esto, como hemos visto, ha devenido casi en una suerte de tradición dentro del activismo argentino», indicó.

Como en el caso del TPS, la implicación activa en sus acciones de los integrantes de los colectivos sociales con los que trabajan resulta clave, pues estos no solo participan en la concepción de las imágenes y consignas, sino que a menudo también prestan su propio cuerpo como soporte para la acción y reivindicación política. La diferencia es que, en el caso de Serigrafistas queer, ese cuerpo que se presta, que ofrece su camiseta para que se imprima sobre ella el lema o imagen que se ha elegido, ya no es mayoritariamente masculino. «Empiezan a aparecer cada vez más cuerpos femeninos, más cuerpos travestis, más cuerpos trans», señaló. A esa condición identitaria expandida y escurridiza también harán referencia muchos de los lemas que han ideado, como «Estoy gay» o «Ni varón, ni mujer, ni XXY, ni H2O», reivindicaciones lúdicas y a la vez lúcidas de la necesidad de pensar la identidad como algo indefinido y fluctuante.

Una cosa más que quiso destacar Ana Longoni de este colectivo -que, en realidad, nunca se ha concebido a sí mismo como tal, de hecho, se suelen describir como un «no grupo», como un espacio intermitente de encuentro (si bien, con el tiempo sí que se ha creado un núcleo de trabajo más o menos estable)- es que cuenta con un archivo que alberga todos los materiales que han ido generando y también muchas de las mallas serigráficas del TPS. Materiales que, además, están a libre disposición de quien los solicite.

Este archivo está actualmente coordinado por Guille Mongan que, junto a Mariela Scafati, Marina de Caro, Daina Rose y Victoria Mussoto, es también una de las impulsoras de Cromoactivismo, colectivo creado en 2013 que tiene una lógica de funcionamiento similar a la del TPS y Serigrafistas queer, es decir, procesos de toma de decisiones de forma asamblearia, apuesta por el trabajo in situ (llevando el taller al contexto de la manifestación), producción colaborativa… Partiendo de la premisa de que «el color no es inocente», como afirman en su manifiesto, este colectivo trabaja en torno a la potencia poética y política del color, rebelándose contra el «monopolio de Pantone» y explorando la potencialidad transformadora de la liberación cromática. Han colaborado con grupos e iniciativas sociales y políticas de diversa índole -las marchas del Orgullo LGTBI y del 8M, las movilizaciones por la legalización del aborto…-, con quienes comparten sus técnicas y metodologías para la producción de carteles y otras acciones de «agitprop» cromático. «Me gusta pensar el concepto de ‘cromoactivismo’ como una suerte de expansión de esa metáfora política que proponíamos al hablar de ‘Arte rosa light y arte Rosa Luxemburgo’, el título de las conflictivas jornadas celebradas en el MALBA a las que aludimos cuando analizamos el momento bisagra que se inicia en 2003/2004», señaló Longoni. «Una metáfora que pone de relieve la posibilidad y necesidad de una concepción expandida de la acción política, donde caben infinitos matices de color, infinitos verdes, infinitos marrones, infinitos rosas…».

Ana Longoni quiso hacer referencia a otras jornadas celebradas más recientemente, en septiembre de 2017, y que reunieron en el Espacio Memoria y Derechos Humanos, en el antiguo predio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a colectivos artísticos activistas procedentes de diferentes partes del país. «En estas jornadas, tituladas Arte Urgente. Encuentro de activistas y colectivos artísticos», explicó , «se estableció un diálogo muy interesante entre artistas y colectivos artísticos históricos, como Leo Ramos, Lucas di Pascuale o el GAC, y otros que estaban en ese momento comenzando a trabajar». Ese diálogo se da, además, en un contexto muy complicado, los inicios del macrismo, cuando, según Longoni, no solo se recrudece la represión policial contra los colectivos activistas, sino que también se instaura un cierto clima de hostilidad social hacia ellos, casi a modo de vendetta por los años del kirchnerismo. Cómo hacer frente a las condiciones represivas de la nueva coyuntura que se abría fue, de hecho, el principal tema de debate de estas jornadas, aunque en ellas también se habló de otras cuestiones, por ejemplo, de los distintos tipos de relaciones que se podían establecer con los movimientos sociales o de las diferencias y continuidades que había entre los viejos y nuevos modos de hacer del activismo artístico. Además, en el marco de estas jornadas también se organizó una acción en la que, recuperando el recurso de las siluetas, se denunciaba la desaparición de Santiago Maldonado, acontecida pocos semanas antes.

Para cerrar el seminario y volviendo, a modo de anudamiento final, a las Madres de Plaza de Mayo, Ana Longoni habló de dos iniciativas recientes que nos muestran que su legado continúa siendo un referente y una herramienta fundamental para el activismo argentino. Ambas iniciativas tienen que ver con el que es su símbolo visual más emblemático, su gran seña de identidad: el pañuelo blanco.


La primera de estas iniciativas se llevó a cabo en la gran manifestación que se organizó el 10 de mayo de 2017 contra un nuevo intento judicial de reducir las penas de los represores de la dictadura, ampliando a los condenados por delitos de lesa humanidad la llamada Ley del Dos por Uno (ley que permite que las personas detenidas preventivamente puedan compensar la demora del Estado en llevarlas a juicio, computando doble el tiempo en exceso que permanecieron encarceladas sin condena). En dicha manifestación, que fue clave para que esta iniciativa legislativa no llegara a prosperar, se convocó a los asistentes a llevar un pañuelo blanco. En un primer momento la idea era que la gente lo llevara anudado a la cabeza, como hacían las Madres de Plaza de Mayo, pero hubo un sector de estas que se opuso, alegando que ese gesto tenía que ver con su vínculo afectivo directo con una persona desaparecida. Por ello, finalmente lo que se decidió fue que se portaran o llevaran atados al cuello y que en determinados momentos de la marcha se enarbolaran. «Las imágenes de la multitud de manifestantes enarbolando sobre sus cabezas pañuelos blancos fueron muy impactante y llegaron a circular por medios de todo el mundo… Fue realmente una marcha única, donde mostramos nuestro profundo sentimiento de solidaridad y hermandad con las Madres, no replicando y apropiándonos de su gesto, sino convirtiéndolo en bandera», explicó Longoni.

La otra iniciativa a la que hizo referencia fue la del uso del pañuelo verde en las recientes movilizaciones por la despenalización del aborto que han sido decisivas para que, a finales del pasado 2020, se aprobara la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (Ley 27.610) que establece el derecho al aborto gratuito y asistido médicamente cuando la gestación no supere la semana catorce. Ana Longoni contó que la decisión de usar el color verde se originó de manera casual. «La idea, en un primer momento, era utilizar el morado», señaló, «pero cuando fueron a comprar tela de ese color se encontraron que estaba en oferta una de color verde loro o verde chillón. Lo adoptaron y, en un giro inesperado de los acontecimientos muy cromoactivista, desde entonces los vendedores de tela en Argentina han empezado a llamar a ese color, color verde aborto». Al adoptar el pañuelo como símbolo, un símbolo que ha terminado propagándose a otros países latinoamericanos donde los feminismos también se están organizando por la legalización del aborto, hay una intención explícita de referenciar y homenajear a las Madres de Plaza de Mayo. A diferencia de ellas, que solo llevan el pañuelo blanco cuando están investidas como Madres (es decir, en las «Ronda de los jueves», en las marchas, en actos públicos…), el pañuelo verde se ha convertido en un símbolo de uso cotidiano, algo que, en cierta medida, tiene que ver con la reivindicación, clave en la genealogía e historia del feminismo, de que lo personal es político. Cabe precisar también que raramente se lleva anudado a la cabeza, sino atado al cuello o al puño o colgando del bolso o la mochila, y que, a raíz de la recién citada manifestación contra la ampliación de la Ley del Dos por Uno a los condenados por delitos de lesa humanidad, en las marchas convocadas a partir de mediados 2017, a menudo se ha replicado el gesto de enarbolarlos, lo que, según Longoni, pone de relieve, una vez más, la importancia de la noción de «caja de herramientas».

Ana Longoni quiso concluir su seminario compartiendo una imagen en la que, de algún modo, confluyen y se condensan todas las luchas del activismo argentino durante las cuatro últimas décadas. En ella aparece Nora Cortiñas, cofundadora de las Madres de Plaza de Mayo e incansable activista que cumplió el pasado mes de marzo 91 años, replicando el gesto feminista de las manos levantadas formando un triángulo. En su cabeza, lleva anudado el pañuelo blanco de las Madres y en uno de sus brazos el verde de las luchas por la despenalización del aborto. «Creo que esta imagen de Cortiñas, una mujer que sigue teniendo una energía desbordante, refleja de manera muy bella que la hermandad entre el pañuelo blanco y el pañuelo verde da testimonio no sólo de cómo las Madres de Plaza de Mayo se han ido haciendo feministas, sino también de que las feministas hemos encontrados en ellas a unas madres», concluyó