Contribuir a la comprensión del flamenco como algo que excede y desborda el cante y el baile propiamente dichos, como un modo de hacer del campo de lo sensible que se extiende a todas las artes. Ese fue el principal objetivo del ciclo de charlas-debates que ofreció Pedro G. Romero, estructuradas en tres sesiones de trabajo que están disponibles (al igual que las del otro seminario teórico de Hacia una inversión simbólica, impartido por Ana Longoni) en el canal de Youtube del Campus Polígono Sur.
El Campo Gráfico
En el inicio de estas charlas, Romero explicó que su concepción del flamenco tiene poco que ver con la del «discurso mediático», incluso con la que han sostenido y sostienen «la mayor parte de los flamencólogos». «Yo no entiendo el flamenco como un conjunto de cantes y de bailes», señaló, «sino como un campo cultural». Un campo cultural que está ligado a un grupo social que empieza a constituirse a principios del siglo XIX y que ha sido capaz de generar una serie de prácticas y producciones dotadas de una gran autonomía estética, que se rigen por sus propias reglas. Y ese campo cultural, a su juicio, tiene relaciones y conexiones tanto con la cultura popular como con la cultura de élite, académica. Es decir, se alimenta (y alimenta) tanto de la alta como de la baja cultura. Es, a la vez, hegemónico y marginal.
Partiendo de esta concepción expandida del flamenco, en su seminario Pedro G. Romero se centró fundamentalmente en el análisis de la relación de este campo cultural con el ámbito de la creación gráfica: dibujos, grabados, estampas, ilustraciones de prensa, carteles, postales, cómic, graffiti… Una relación que hasta la fecha ha sido muy poco investigada, en parte por ese más o menos soterrado desprecio que, por lo general, el discurso académico ha mostrado históricamente -y sigue mostrado en la actualidad- hacia lo que Gilles Delueze y Félix Guattari llaman «artes menores».
Según Romero, esa relación ha sido una constante desde principios del siglo XIX, que es cuando comienza a constituirse el flamenco, hasta nuestros días. Y en ese continuum, desde la asunción de que toda división tiene siempre una cierta dimensión de arbitrariedad, considera que existen tres momentos o líneas de fuerzas en los que se dan espacios de confluencia especialmente interesantes y relevantes: la bohemia decimonónica, la eclosión de las vanguardias y el largo periplo histórico de la contracultura. «Tres momentos o líneas de fuerzas que, por otra parte, son cruciales para entender la construcción de la modernidad», precisó.
Tomando como punto de partida y eje articulador una serie de casos de estudios específicos -Los caprichos de Goya y las reelaboraciones que de esta serie hacen los artistas goyescos, así como los libros Los españoles pintados por sí mismos y Escenas Andaluzas / Asamblea general de los caballeros y damas de Triana, en el caso de la bohemia; las heterodoxas figuras de Helios Gómez, Andrés Martínez de León y Carlos González Ragel, en el caso de las vanguardias; y la vertiente gráfica del underground sevillano de las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, en el caso de la contracultura-, Pedro G. Romero dedicó cada sesión del seminario a analizar el tipo de relaciones que en esos sucesivos periodos se establece entre el campo gráfico y flamenco.
La Bohemia decimonónica
En el libro Una historia del flamenco, el periodista y escritor José Manuel Gamboa plantea de una manera, según Pedro G. Romero, «tan pertinente como provocativa» que el flamenco comienza con la Revolución Francesa. Es decir, en el momento de construcción de los Estados-nación que es el que alumbra la idea de «Pueblo» y, con ella, de arte y cultura popular. Ese pueblo se constituye en el sujeto político que, primero en los procesos republicanos y, con el tiempo, en las monarquías parlamentarias, legitima el poder del Estado («en el Antiguo Régimen era Dios el que legitimaba a los Reyes») y sobre el que descansa la soberanía nacional. Una soberanía que detenta -«hablamos, claro está, a nivel teórico, luego en la práctica la cosa no es tan sencilla»- a través de un proceso que, a juicio de Romero, tiene un profundo trasfondo cristiano: el de representación política. «Como Cristo representa a Dios en la tierra», explicó, «los políticos son los agentes que el pueblo nombra para representarles en el parlamento y otras cámaras del poder».
Pero, como nos advierte Giorgio Agamben, a la vez que se construye la idea de «pueblo» también aparece la de «populacho» que sería, en cierto modo, como su reverso negativo. Y, paradójicamente, por mucho que las autoridades políticas se hayan empeñado en lo contrario, será dicho «populacho» el que, en un proceso que a día hoy se extiende por (casi) todo el mundo, irá construyendo el imaginario simbólico de ese pueblo del que es el reverso negativo. «Es decir, los que están excluidos de cualquier representación política, no la oposición, sino los que están directamente fuera del juego político, son quienes terminarán detentando el poder de representación simbólica», subrayó Pedro G. Romero.
Esa relación entre exclusión política y representación simbólica se ve, por ejemplo, de manera muy clara en Estados Unidos, cuya identidad cultural, al igual que en Cuba o Brasil, está profundamente vinculada a la cultura negra. Y, cómo no, en España, donde los tópicos que han construido nuestra identidad se encuentran ligados a colectivos y comunidades que siempre han estado marginados y han sido despreciados. Tópicos que siguen estando vigentes como muestra el hecho de que dos de las figuras recientes con más capacidad de encarnar a nivel internacional la representación de lo genuinamente español, Pedro Almodóvar y Rosalía, beben directamente de ellos.
Alimentado por el afán de contribuir a generar un conjunto de representaciones simbólicas en torno a esa idea de pueblo que en los emergentes Estados-nación constituye el sujeto político de la soberanía nacional, a principios de la década de 1840 se publica un exitoso e influyente libro ilustrado que trata de recopilar las principales tipologías caracterológicas de lo español. Bajo el título de Los españoles pintados por sí mismos -«resulta muy interesante el uso de ese ‘por sí mismos’, pues da a entender que esas caracterologías emanan del propio pueblo, como si no hubiera autores concretos detrás de ellas»- este libro es la réplica de un modelo de publicación que surge en Francia y que en esos años se extenderá por distintos países de Europa y América. En el caso de España, colaboraron algunos de los principales escritores románticos de la época y la representación gráfica -una colección de xilografías realizadas por, entre otros, Francisco Lameyer y Leonardo Alenza- juega un papel muy importante.
Esta centralidad de lo gráfico, explicó Pedro G. Romero, no es casual. Hay que tener en cuenta que desde finales del siglo XVIII y a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, las artes gráficas viven un notable auge, a lo que contribuyó de manera crucial la figura de Francisco de Goya quien en un momento determinado de su trayectoria tomó la decisión de hacer del grabado un pilar fundamental de su programa artístico. Su serie de Los caprichos es una fuente de inspiración directa de muchos de los dibujos incluidos en Los españoles pintados por sí mismos, cuyos ilustradores pueden encuadrarse dentro de la llamada generación de los artistas goyescos. Una generación «ninguneada e incluso menospreciada por la historia oficial del arte español», en palabras de Romero, que mantuvo una relación muy estrecha con el campo gráfico.
Bajo el influjo de Goya, la mayor parte de los personajes que estos artistas goyescos retratan en Los españoles pintados por sí mismos están vinculados a lo que Marx y Engels describen como el «lumpen-proletariado», esto es, a ese populacho del que habla Agamben que está fuera del juego político pero que detenta el poder de representación simbólica. Gitanos, afilaores y aguaores (entendidos más como formas de vida que como profesiones), bandoleros… Personajes excéntricos y marginales que en esta primera mitad del siglo XIX forman parte de lo que se conoce como la «bohemia» que, según Pedro G. Romero, está en la raíz genealógica de lo que la artista estadounidense Martha Rosler llama «las clases culturales», un grupo heterogéneo, difuso y variable, descrito por otros autores como «cognitariado» o como «clases creativas», que ha ido cobrando una creciente relevancia en las sociedades occidentales.
Es esa «bohemia» la que da lugar a la emergencia en el primer tercio del siglo XIX de la escena artística y cultural en la que se forja eso que hoy conocemos como flamenco. Más que por estar conformada por gitanos -«los había, pero eso entonces no era una marca diferencial determinante»- lo que realmente caracterizaba a esta escena era que sus integrantes, de origen muy heterogéneo, «vivían a lo gitano». Cabe recordar aquí que el origen del propio concepto de «bohemia» tiene que ver con esta idea de «vivir a lo gitano» -una idea tras la que, según Romero, subyace «una cierta caricaturización de la verdadera forma de vida de los gitanos que es siempre algo más complicado»-, pues en la Francia de finales del siglo XVIII, la mayor parte de los gitanos nómadas que recorrían el país procedían de la actual región checa de Bohemia y empezó a utilizarse el término «bohemios» para referirse a poetas, artistas y gente del mundo de la farándula que iban de un sitio a otro para ganarse la vida. El libro Los Bohemios, escrito por Anne Gédéon Lafitte, marqués de Pelleport, que narra las aventuras y desventuras de un grupo de escritores y filósofos que deambulan sin rumbo fijo por la Francia de la Primera República, describe muy bien el proceso de emergencia de este nuevo colectivo social.
Como una variante local de dicha «bohemia» habría que entender la comunidad de carácter eminentemente urbana y articulada en gran medida al mundo del toreo que en las primeras décadas del siglo XIX, con Cádiz como primer epicentro, será el germen de eso que hoy conocemos como la «afición flamenca». Una comunidad que, al igual que los majos del siglo XVIII, genera unas señas de identidad y un lenguaje estético muy particulares, de un modo similar a cómo lo harán las llamadas tribus urbanas en las sociedades contemporáneas. Unos gustos propios y radicalmente autónomos que se alejan tanto de los de la alta cultura como de los del pueblo, y donde aspectos como el vestuario o la forma de hablar («crean una jerga particular plagadas de préstamos del caló») juegan un papel muy importante. Quizás, el primero que se dio cuenta de que ahí había posibilidad de negocio fue Silverio Franconetti que con la creación de los «Café Cantante» es el que inicia, de algún modo, el proceso de conversión del flamenco en una industria cultural.
En esta proto-afición flamenca es clave la presencia de lo gitano, pero la importancia de dicha presencia, insistió, no tiene que ver tanto con el origen étnico de sus integrantes, como con la asimilación de lo que podríamos describir como una ética y estética «gitanista». Y si la noción de etnia no sirve para entender las estrategias de construcción del campo propio del flamenco, tampoco lo hace, en opinión de Pedro G. Romero, la de clase, porque el flamenco tiene que ver ante todo con la idea de lumpen (término que en alemán significa, «trapo», «harapo»), cuya condición definitoria es, justamente, el «desclasamiento». «El lumpen está constituido por elementos sociales que se desclasan, que se desplazan de una clase a otra», precisó Romero. «Algo que, por otra parte, es muy habitual en la historia de los artistas, no solo de los flamencos, donde los procesos de desclasamiento, tanto hacia arriba -pasar del proletariado a la burguesía y de esta a la aristocracia- como hacia abajo -sujetos procedentes de familias de clase alta venidas a menos que en ese proceso se convierten en artistas- han sido una constante».
El caso es que en la génesis de la «afición» flamenca ya aparecen figuras «intelectuales» que empiezan a generar relatos y reflexiones en torno a sus eventos, producciones y manifestaciones. Entre estos «proto-flamencólogos» quizás uno de los más interesantes es, según Pedro G. Romero, el escritor malagueño Serafín Estébanez Calderón, también conocido por el apodo de «El Solitario». «Un autor que, como harán después José Luis Ortiz Nuevo o el ya citado José Manuel Gamboa, lo que dice sobre el flamenco intenta decirlo de una manera flamenca. Es decir, intentan constituirse como pensadores o historiadores flamencos», subrayó Romero.
Estébanez Calderón, «El Solitario», que llegó a ejercer de guía de Prosper Meiremée cuando este estaba documentándose para escribir su novela Carmen, publicó en las décadas de 1830 y 1840 una serie de textos en torno a esa variante local de la bohemia decimonónica de la que germina el flamenco. Textos que terminará recopilando en un libro titulado Escenas andaluzas y que iban acompañados por ilustraciones realizadas por Francisco Lameyer, uno de los artistas goyescos que colabora en Los españoles pintados por sí mismos. Entre los más emblemáticos se encuentra el que lleva a cabo sobre «El Planeta», que supone la primera vez en la que se hace referencia a este mítico cantaor flamenco de la primera mitad del siglo XIX. O Asamblea general de los caballeros y damas de Triana, donde se describe una «fiesta» organizada por la gitanería de Triana en la que, curiosamente, se entroniza como máxima bailaora a Marie Guy Stephan, bailarina francesa especializada en bailes boleros, lo que da cuenta de la importancia que en la construcción de la identidad de lo español y lo flamenco ha tenido siempre la interferencia extranjera. No en vano, desde los viajeros románticos del Grand Tour a la conversión del turismo en la principal -y casi única- industria nacional, esa interferencia ha sido determinante, en un proceso que, a juicio de Romero, no siempre se ha entendido en toda su complejidad, pues en él se ponen en juego estrategias de resistencia y apropiación desde lo subalterno que la teoría orientalista y otros discursos críticos académicos suelen pasar por alto.
Aunque con el paso de los años, Estébanez Calderón viraría hacia posiciones más conservadores, en estos textos da una visión muy cosmopolita de este mundo proto-flamenco, donde no resultaba extraño que una bailaora extranjera concitase la máxima admiración del público. A Pedro G. Romero lo que más le interesa es la conciencia que en dichos textos este escritor demuestra tener de que ahí hay un mundo estético propio, algo que asumirá plenamente Lameyer a la hora de hacer las ilustraciones. Cabe señalar a este respecto que en Asamblea general hay un momento en el que llega a decir que para entender lo que allí estaba pasando había que remitirse al «pincel picaresco de Velázquez, Goya y Alenza» y no a «las tintas y toques delicados de Murillo, Morales y Madrazo». Más allá de debatir si tiene o no razón («porque en realidad Murillo, Morales y Madrazo son tan importantes para la construcción del imaginario flamenco como Velázquez, Goya y Alenza… son dos genealogías que confluyen»), lo interesante es que con esa afirmación Estébanez Calderón evidencia que dentro de este mundo ya hay dos sensibilidades en lucha. «Está hablando de una dialéctica que está muy presente en el ámbito de la reflexión estética y que en el flamenco se ha traducido históricamente en la confrontación entre lo payo (que representarían Murillo, Morales y Madrazo) y lo gitano (que podríamos asociar con Velázquez, Goya y Alenza)», indicó Romero.
Según Pedro G. Romero, la constatación de la existencia de ese «mundo estético propio» lo que en última instancia pone de relieve es que, más que como un conjunto de cantes y bailes, el flamenco debe entenderse como un «modo de hacer», como una suerte de «cualidad estética» que tienen ciertas prácticas, discursos y producciones, con independencia de cuál sea el formato en el que se llevan a cabo y/o los motivos o temas con los que trabajen.
En relación al campo gráfico no tendría que ver, por tanto, con hacer ilustraciones, dibujos o cómics que representen a los flamencos o que utilicen de manera explícita temas y motivos del flamenco, sino con trabajar con un «modo de escritura» que sea flamenca. En este sentido, Romero considera que el Goya de Los caprichos, «quizás la obra, no solo artística sino también filosófica, más importante de su época», opera con un modo de escritura que confluye con el modo de hacer flamenco. Al igual que lo harán una gran parte de los llamados artistas goyescos, no solo los más vinculados a los ambientes de la bohemia proto-flamenca, como los ya citados Francisco Lameyer y Leonardo Alenza, sino también otros como Asensio Julia, José Zapata, Eugenio Lucas Velázquez o la primera Rosario Weis. Artistas que mantuvieron una relación muy activa con la creación gráfica y que a lo largo del siglo XIX fueron realizando reinterpretaciones más o menos explícitas de Los caprichos y las otras serie de grabados del pintor aragonés (algo que, por otra parte, también pasa mucho en el flamenco, donde las obras, una vez se ponen en circulación, se independizan de sus autores y empieza a aplicarse sobre ellas un proceso de continua relectura).
La eclosión de las vanguardias
De la época de las vanguardias, un momento en el que el flamenco ya está constituido como género, Pedro G. Romero escogió como casos de estudios tres figuras vinculadas al ámbito gráfico -Andrés Martínez León, Carlos González Ragel y Helios Gómez- cuya obra, a su juicio, está atravesada por ese «modo de escritura flamenca», no sólo cuando «representan lo propio del campo sustantivo del flamenco», sino de una manera que podemos describir como estructural. Tres artistas que, en realidad, son muy diferentes entre sí, lo que demuestra que el estatus flamenco que Romero les asigna no tiene que ver con una estilística, sino con que en su trabajo encontramos una pulsión estética, una suerte de energía matriz, que es profundamente flamenca.
Andrés Martínez de León fue un ilustrador, pintor, escritor y humorista al que se puede considerar como un pionero de la novela gráfica en España. Es el creador de «Oselito», personaje satírico con una inequívoca actitud flamenca ante la vida que alcanzó una gran popularidad durante la década de 1930. Una de las historietas que protagoniza es Oselito en Rusia, publicada originalmente en 1936 como una serie de tiras en el diario madrileño La Voz, con el que Martínez León había empezado a colaborar varios años antes. En esta historieta, que surge de un viaje de periodistas españoles a Rusia organizado por la agencia soviética Intourist en otoño de 1935 con motivo del XVIII aniversario de la Revolución de Octubre, Oselito viaja a Moscú para convencer a Stalin de que si triunfa la revolución en España, no debe prohibirse el toreo, porque este es un arte auténticamente popular.
Desde una mirada actual, puede resultar chocante que Andrés Martínez León, quien con sus dibujos e ilustraciones contribuyó a crear muchos de los tópicos sevillanos de las décadas de 1920 y 1930, fuera a la vez un comunista convencido, pero según Pedro G. Romero, en esos años esto no era tan inhabitual. «Hubo una gran conexión entre el mundo de la izquierda y lo castizo, aunque en el imaginario colectivo han quedado como espacios totalmente separados», aseguró.
Del compromiso político de Martínez León con la «causa revolucionaria» da cuenta su apoyo activo al bando republicano durante la Guerra Civil, elaborando por ejemplo, carteles para la organización internacional Socorro Rojo o publicando, con el comisariado del Ejército de Levante, el libro Oselito extranjero en su tierra, donde su célebre personaje vuelve a su ciudad natal, tomada por los nacionales, para convencer a los sevillanos de que levanten en armas contra el gobierno ilegítimo. Tras la guerra fue detenido y encarcelado, permaneciendo en prisión hasta 1945, cuando pudo acogerse, gracias a la intermediación de influyentes amistades que tenía en el bando vencedor, al primer indulto concedido por Franco. Después, siguió en activo hasta su fallecimiento en 1978, centrándose en la ilustración taurina y futbolística, donde en ciertas ocasiones incluso llega a recuperar al personaje de Oselito, desprovisto ya, eso sí, de cualquier connotación política. Romero cree que su etapa como militante comunista, difícil de esquivar y camuflar, es la que ha provocado que nunca hayan llegado a materializarse los proyectos de organizar una gran exposición sobre él en Sevilla.
El segundo autor que utilizó como ejemplo de un modo de hacer flamenco dentro del campo gráfico en el periodo de las vanguardias fue Carlos González Ragel, dibujante e ilustrador jerezano que solo realizaba figuras con forma de esqueletos y que denominaba a su «estilo» pictórico «esqueletomaquia». Según Pedro G. Romero, la pintura con esqueletos es casi un subgénero dentro de la historia de las artes plásticas. Subgénero que se origina en el barroco, es ampliamente utilizado en el romanticismo («ejemplo de ello es Gustavo Adolfo Bécquer, autor de numerosos dibujos con esqueletos») y tiene al mexicano José Guadalupe Posadas como uno de sus más audaces y brillantes exponentes.
Carlos González Ragel se integraría dentro de esta tradición, aunque es difícil saber si tenía conocimiento de ella. El caso es que, salvo los trabajos publicitarios que realiza en los primeros años de su carrera -una carrera muy marcada por sus problemas con el alcohol y sus sucesivas crisis psiquiátricas-, las figuras de esqueletos están presente en todas sus obras. Una de las más interesantes es la que realiza para el friso de azulejería del bar Los Gabrieles, mítico establecimiento del Madrid castizo, donde representa una especie de gran fiesta flamenco de esqueletos, incluyendo las figuras calavéricas de un guitarrista y una bailaora. Curiosamente González Ragel también llevó a cabo numerosas «esqueletomaquias» en las que retrata a personajes famosos y políticos de la época, entre ellos a Queipo de Llano o al propio Franco. «En realidad, como todo lo pintaba con esqueletos, no se sabe muy bien si esos retratos -que llegaron a exhibirse públicamente en una exposición celebrada en Sevilla a mitad de la década de 1940- tenían o no una intencionalidad crítica», explicó Romero. «Nos faltan datos para saberlo», añadió, «entre otras cosas porque es un creador en torno al que aún se ha investigado poco y cuando se ha hecho, se le ha analizado casi exclusivamente desde los parámetros de la locura, lo que no deja de ser una lectura que limita la interpretación crítica de su trabajo».
Como tercer caso de estudio, Pedro G. Romero escogió a Helios Gómez, artista gitano nacido en el barrio de Triana en cuya vida y obra confluyen elementos aparentemente antitéticos, como pone de relieve el título de la exposición -Días de ira. Comunismo libertario, gitanos flamencos y realismo de vanguardia- que le ha dedicado recientemente La Virreina Centre de la Imatge de Barcelona. Porque, parafraseando el texto de presentación de esta muestra, comisariada por el propio Pedro G. Romero y que, en principio, también se podrá ver próximamente en Sevilla, fue, a la vez, una figura «anacrónica y adelantada a su época»; un «artista realista, populista y de vanguardia»; un «activista político» y un «gitanista militante»; un «comunista libertario» y un «flamenco de los que cantan y bailan».
La exposición tiene una sala específica dedicada a El Kursaal Internacional, café de variedades situado en el entorno de la calle Sierpes que es clave para entender la Sevilla de la década de 1920 y la primera mitad de la de 1930 y, de manera particular, la figura de Helios Gómez. El Kursaal Internacional era un espacio ecléctico, difícil de clasificar desde parámetros actuales, donde podían reunirse tanto los poetas ultraístas como los miembros del Sindicato de Transporte de la CNT. Y en ambas reuniones era posible encontrarse a Helios Gómez, a quien, como señala Francesc Tosquelles Llauradó, psicoanalista catalán exiliado en el sur de Francia tras la Guerra Civil que ejerció una gran influencia en pensadores como Franz Fanon o Félix Guattari y que coincidió varias veces con él en la convulsa Barcelona de los años de la II República, se le puede considerar, ante todo, como «un hombre de acción».
Según Romero, de algún modo Helios Gómez fue lo que hoy llamaríamos un terrorista, alguien que no dudó en recurrir a la lucha armada en su activismo político. No en vano llegó a ser detenido y encarcelado en varias ocasiones, la primera cuando apenas tenía 16 años por participar en una operación de compra-venta de pistolas. Pero, a la vez, es un artista con una profunda ligazón con el flamenco que, sin dejar de trabajar con referentes populares, asumió los presupuestos rupturistas de las vanguardias y generó todo un corpus de obras con un contenido político explícito. Desde su concepción del arte como una herramienta de lucha política, siempre le dio una gran centralidad dentro de su praxis artística a la ilustración, a la creación gráfica, pues entendía que esta era la que le posibilitaba amplificar el alcance de sus imágenes que trataba que se publicaran en la mayor cantidad de medios posibles, incluso en medios burgueses, a los que, no obstante, cobraba siempre más que a los comunistas y libertarios.
Además de colaborar con cabeceras periodísticas de signo muy diverso -L’Opinió, La Rambla, La Batalla, L’Hora, Bolivar, Estudios, Nueva España o Mundo Obrero-, en la primera mitad de década de 1930 publicó sus tres grandes álbumes de dibujos, Dias de Ira, Revolución española y Viva Octubre. El segundo de ellos sale en 1933, cuando Helios Gómez estaba en Rusia, a donde había llegado un año antes invitado por el Congreso Internacional de Artistas Proletarios con motivo del décimo aniversario de la URSS, y donde permanecería hasta 1934. Esta estancia en Rusia será fundamental para Helios Gómez, pues es la que le hace poner en primer plano su condición de gitano que hasta entonces había estado soterrada. Lo curioso, según Pedro G. Romero, es que dicha estancia no estuvo, precisamente exenta de conflictos y tensiones, pues coincide con el momento de las primeras purgas estalinistas y en el que, dentro del ámbito estético, el realismo socialista se estaba empezado a imponer sobre las prácticas de vanguardia como el arte oficial de la Revolución proletaria. Algo a lo que Gómez se opuso de manera activa, llegando incluso a elaborar un texto, «brillante y anticipatorio a muchos niveles», en el que defendía que el verdadero realismo estaba en las vanguardias, pues era el sistema de representación que permitía mostrar no solo la realidad sino cómo esta se produce.
Es en Rusia donde Helios Gómez empieza a tomar conciencia de que la condición gitana era también una condición política, de que la historia de persecución y marginación de esta comunidad era la historia de una opresión política contra la que había que rebelarse, asumiendo la necesidad de iniciar un proceso emancipatorio propio. «Esta asunción del ser gitano como una subjetividad política era realmente pionera», subrayó Romero. «De hecho, no es hasta fechas muy recientes, con la aparición de figuras como la de Pastora Filigrana y otros activistas gitanos, cuando ese discurso ha empezado a estar sobre la mesa de una forma clara. Y Helios Gómez lo tiene ya muy presente en todo el tramo final de su carrera, desde su vuelta de Rusia en 1934 hasta su muerte en 1956». Ejemplos de ellos serían obras como Evacuación, un cuadro que lleva a cabo en 1937 y donde vemos una caravana de refugiados caracterizados como gitanos; los dibujos hiperrealistas de la serie Los Horrores de la Guerra (realizada durante su estancia en varios campos de concentración del sur de Francia); o la llamada Capilla gitana que pinta en una celda que servía como oratorio de la cárcel Modelo de Barcelona, en la que permaneció varios años ingresado tras su vuelta del exilio.
A juicio de Pedro G. Romero, para entender el tipo de práctica artística que Helios Gómez, Carlos González Ragel y Andrés Martínez León ponen en marcha resulta muy útil la noción de «arte menor», desarrollada por Gilles Deleuze y Félix Guattari en su ensayo Kafka, por una literatura menor. Noción con la que estos pensadores tratan de forjar un sistema de lectura de la obra de arte que desborde la linealidad del discurso de las vanguardias, estrechamente vinculada con la comprensión del mundo de la modernidad. Lo hacen tomando como punto de partida la figura de Franz Kafka, una anomalía dentro de la escena literaria europea de las primeras décadas del siglo XX, el momento de eclosión de las vanguardias.
Hay que tener en cuenta que aunque Kafka era un escritor checo de origen judío, realizó toda su obra en alemán, es decir, en un idioma que no era su idioma natal y que, en última instancia, representaba para él la lengua de los opresores. «Podría haber escrito en checo e incluso en yiddish, el idioma de las comunidades judías asquenazíes tanto del centro como del este europeo», explicó Romero, «pero decidió hacerlo en alemán. Y esa decisión es fundamental para entender su obra, marcada por un aspecto que para Deleuze y Guattari juega un papel clave en los que ellos describen como arte menor: la desterritorialización». «A Deleuze y Guattari les interesa especialmente la figura de Kafka», añadió, «porque es un artista que se desterritorializa y que gracias a ese proceso de desterritorialización se termina erigiendo como una voz de lo comunitario, de lo político».
El autor de La metamorfosis representa un ejemplo paradigmático de un tipo de desplazamiento que será muy habitual en la historia del arte y la literatura, y sin el que, según Pedro G. Romero, no puede entenderse la propia historia del flamenco «donde, como explicábamos en la primera sesión, la condición de extranjería desempeña un papel absolutamente crucial». Una condición de extranjería que tiene que ver tanto con la importancia que la mirada extranjera ha tenido en la configuración y el desarrollo del campo estético flamenco, como con la propia condición de extranjeros internos que se le ha dado históricamente -y se le continúa dando- a los gitanos dentro de nuestro país, donde se perciben como los eternos otros, como un pueblo que nunca ha llegado a asimilarse, pero que, paradójicamente, es el que construye el imaginario de lo genuinamente español.
En su disquisiciones sobre la noción de arte menor, Deleuze y Guattari también inciden en la necesidad de entender el lenguaje como un espacio de mediación, esto es, como algo que creamos para tratar de captar y expresar una realidad que, como tal, nos es inaprensible («el lenguaje no alcanza a explicar exactamente el mundo, aunque nosotros solo podemos hablar del mundo a través del lenguaje»). Según Romero, tener en cuenta la dimensión «artificial», esto es, de constructo cultural y político, que siempre tiene el lenguaje es fundamental para comprender cómo se ha construido el flamenco, cuyo funcionamiento, a su juicio, tiene más que ver con el de las jergas que con el de las lenguas oficiales. «Ambas son artificiales, no podrían no serlo», señaló, «pero la jerga, por su carácter explícitamente artificioso, casi de código secreto con el que se intenta evitar intromisiones no deseadas, te permite tomar consciencia de su materialidad. De esa materialidad también era consciente Kafka cuando escribía en alemán, una lengua que no era la suya».
Según Pedro G. Romero hay un texto de Antonio Machado que da cuenta de cómo el funcionamiento del flamenco está atravesado por esta idea de la jerga. Se trata de Coplas mecánicas, el primero que el escritor sevillano publicó con el heterónimo de Juan de Mairena. En el mismo, Mairena conversa con uno de sus alumnos, llamado Jorge Meneses, sobre una «máquina de trovar» que este ha inventado. Aparato que, en sus palabras, podía «registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica». Para ilustrar su lógica de funcionamiento, el aventajado alumno de Juan de Mairena viene a decir que es como una reunión de aficionados al cante en el que uno saca una guitarra, a otro se le ocurre una frase, un tercero añade otra más y al final entre todos crean un copla. Lo interesante de esta máquina, con la que en realidad Antonio Machado lo que quería era parodiar las estrategias de creación poética automatizada ideadas por dadaístas y futuristas, es que pone de relieve que el funcionamiento de la máquina vanguardista es, en esencia, idéntico al funcionamiento de la máquina de lo popular. «Descubrir este texto fue muy revelador», subrayó Romero, «pues, aunque no fuera la intención de Machado, para mí lo que evidenciaba es que hay muchas conexiones entre las formas de hacer de la vanguardias y las de la cultura popular, abriéndome toda una serie de preguntas con las que he ido trabajando durante los últimos años».
Con su condición de jerga, donde la materialidad del lenguaje se hace palpable, y de arte desterritorializado que no se puede entender sin la interferencia de lo extranjero, Pedro G. Romero considera las características que Deleuze y Guattari identifican en Kafka como caso paradigmático de su idea de arte menor, son plenamente extrapolables al flamenco. Y entendiendo este de una forma expandida -como un modo de hacer y no solo como un conjunto de cantes y bailes-, en el ámbito gráfico las figuras de Andrés Martínez León, Carlos González Ragel y, muy especialmente, de Helios Gómez, constituirían ejemplos muy claros de ello. «Al igual que Kafka», explicó Romero, «Helios Gómez constituye una auténtica anomalía respecto a su tiempo y su contexto». Por un lado, es un artista adelantado a su época que, por ejemplo, de manera anticipatoria toma conciencia de la potencialidad política de auto-reivindicarse como gitano. O que, cuando plantea que el verdadero realismo está en el arte que no busca reflejar la realidad sino mostrar cómo esta se construye, está asumiendo ya la condición de artefacto que tiene toda producción estética. Pero por otro lado, como ya nos advertía el escritor francés Jean Cassou en el prólogo de su álbum Viva Octubre, representaba una suerte de re-encarnación del tópico del pícaro español. «Helios Gómez es como el viejo pícaro español que se emancipa», indicó Pedro G. Romero, «es decir, que asume de manera consciente esa condición y la transforma en una herramienta política».
Y esto lleva a una cuestión que para Romero es clave y que fue planteando de manera reiterada a lo largo del seminario. ¿Qué ocurre cuando sujetos y colectivos subalternos que están fuera del juego político pero que detentan el poder de representación simbólica, se emancipan y reclaman un lugar propio en el espacio social? ¿Pierden parte o toda su capacidad de generar representación simbólica? Esta pregunta es, a su juicio, fundamental para abordar qué es lo que significa lo político en el arte. Y aunque no tiene una respuesta para ella (o, al menos, una respuesta unívoca y cerrada), lo que sí tiene claro es que los artistas que le interesan son los que, asumiendo esta tensión, se esfuerzan para que su discurso político crítico no pierda eficacia simbólica. Algo para lo que, evidentemente, no hay una receta mágica; cada cual tiene que buscar su propia forma de hacerlo.
La contracultura
Además de la desterritorialización y la explicitación de la condición material del lenguaje, otra cualidad clave de lo que Deleuze y Guattari, tomando como referencia la obra literaria de Franz Kafka, llaman «arte menor» es su carácter fragmentario. Esa tendencia a la fragmentación se contrapondría a la aspiración totalizadora de cierta modernidad, de la que la idea de «obra de arte total» de Wagner sería la expresión más emblemática. La resistencia a esta aspiración totalizadora («resulta significativo que las grandes novelas de Kafka, como El proceso o América, son obras muy desorganizadas, llenas de fracturas e interrupciones», puntualizó Romero), constituye una suerte de seña de identidad tanto de la contracultura norteamericana como del flamenco que rehúyen de la lógica demiúrgica del metarrelato y trabajan sin complejos con materiales ligados a la baja cultura, con estrategias y recursos estético-narrativos cercanos a lo kitsch y a lo camp.
Llegados a este punto, Pedro G. Romero quiso realizar una precisión. En relación al objeto de análisis de este seminario, a él la bohemia, la vanguardia y la contracultura no le interesan en tanto que periodos históricos o movimientos artísticos, sino como «aparatos culturales» que han permitido un gran flujo simbólico entre lo subalterno y lo hegemónico. «La bohemia, la vanguardia y la contracultura», explicó, «son espacios en los que todo tipo de condiciones subalternas -mujeres, homosexuales, locos, gitanos…- han tenido la posibilidad de emerger, de acceder a una cierta centralidad discursiva. Mi interés por ellos tiene que ver con ese reconocimiento, con la permeabilidad que en estos tres momentos históricos ha habido en la cultura hegemónica hacia el flamenco (…) Además, me parece mucho más interesante el acercamiento ‘culto’ que se ha hecho al flamenco desde estos ámbitos contextuales que cuando se ha realizado desde posiciones neo-tradicionalistas o académicas. Entre otras cosas, porque creo que ha sido un acercamiento mucho más ‘flamenco’, entendiendo este como un modo de escritura, no como una mera representación de temas y motivos flamencos».
En relación a la contracultura, utilizó como caso de estudio específico la vertiente gráfica de la escena underground sevillana de las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, tomando como punto de partida la exposición Vivir en Sevilla. Construcciones visuales, flamenco y cultura de masas desde 1966, que se celebró en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo a principios de 2005 y de la que Pedro G. Romero fue comisario. Más que recuperar y reivindicar figuras que habían quedado relegadas del entendimiento canónico del arte contemporáneo en Andalucía, lo que esta muestra pretendía era analizar la «mecánica profunda» que posibilitó que en una ciudad como Sevilla pudiese emerger aquella escena.
«Me interesaba más el contexto de producción que los héroes particulares», subrayó, aunque lógicamente en ella se destacaba el papel jugado por figuras concretas, como los polifacéticos Gonzalo García Pelayo (de un filme suyo, tomaba la exposición su título) y Pibe Amador. O, en el ámbito específico de la creación plástica y gráfica, el historietista Nazario Luque, creador de series claves del cómic underground español como Anarcoma y uno de los fundadores de la mítica revista El Rrollo enmascarado; el ilustrador y fotógrafo Máximo Moreno, autor de las portadas y de la concepción visual de los álbumes del sello Gong, entre ellos del influyente disco Hijos del agobio, de Triana; o la sección andaluza del llamado grupo de Los Esquizos -Manolo Quejido, Chema Cobo, Carlos Alcolea y Guillermo Pérez Villalta- que en cierta medida fueron el «aliento culto de la movida madrileña». «Influidos por la lectura de El Antiedipo y Mil mesetas de Gilles Deleuze y Féliz Guattari», explicó Romero, «el grupo de Los Esquizos inventó un modo de escritura nuevo, muy marcada por la repetición y lo especular, siendo probablemente los primeros artistas, al menos en España, que tuvieron a Deleuze y Guattari, dos pensadores claves para entender la práctica artística de las últimas décadas, como un referente fundamental de su trabajo». Además de una profusa y exitosa producción pictórica, estos creadores llevaron a cabo una importante actividad gráfica que, curiosamente, tiene muchos puntos en común con la de José Antonio ‘Toto’ Estirado, artista vinculado a la escena contracultural sevillana que era esquizofrénico y que, según Romero, desarrolló una obra muy potente que, por lo general, sigue siendo muy desconocida.
Las teorías de los formalistas rusos -Mijail Batjin, Vladimir Propp y, en especial, Víktor Shklovski- han ejercido una gran influencia en su indagación del underground sevillano como sistema de producción. «Shklovski», explicó Pedro G. Romero, «decía que lo importante no es cómo son las cosas, sino cómo estas funcionan. En este sentido, a mí lo que siempre me ha interesado del flamenco no es saber qué es, sino entender cómo funciona. En concreto, en la exposición de Vivir en Sevilla lo que me interesaba era entender cómo funcionaron los vínculos entre el flamenco y las artes visuales durante ese periodo de la contracultura». Romero señaló que es durante la investigación para esa muestra cuando empieza a tomar consciencia de la importancia que tienen ciertos lugares como espacios en los que se construye un «sistema de producción con una impronta local» que es capaz de trascenderse y tener un alcance mucho más amplio.
Estos espacios de producción estarían ligados a lo que Pedro G. Romero describe como un «lumpen productivismo», en el sentido de que son grupos de producción autónomos que, desde lo subalterno, trabajan con códigos y lógicas de funcionamiento confluyentes con los de la alta cultura. Un ejemplo paradigmático de esto sería todo lo que ocurre en torno al Cortijo Espartero de Morón de la Frontera, esa singular academia flamenca en la que vida y trabajo, fiesta y aprendizaje, resultaban inseparables y que el artista norteamericano Dan Graham, a partir de las descripciones que le había hecho el videocreador -y también guitarrista flamenco- neozelandés Darcy Lange, se imaginaba que era como una especie de versión sureña de The Factory, donde el papel de gurú de Andy Warhol lo desempeñaba Diego del Gastor. «Y lo que sucede en torno a Diego del Gastor y el Cortijo Espartero de Morón de la Frontera», señaló Romero, «también pasa en torno a La Cuadra (y luego La Carbonería) y la figura de Paco Lira en Sevilla o en torno a Poesía 70 y la figura de Juan de Loxa en Granada. Son espacios, físicos y simbólicos, que se constituyen como núcleos de producción de sentido, donde confluyen gente de procedencia muy diversa».
La posibilidad de generar núcleos de producción de sentido que funcionen de una manera autónoma es, a juicio de Pedro G. Romero, clave para que una escena local y/o con vocación contra-hegemónica pueda tener y mantener una aspiración emancipadora. Esto es quizás lo que más echa en falta en el actual auge de la ilustración y la novela gráfica en España. «Cuando emerge la escena del cómic underground a principios de la década de 1970», indicó, «lo hace en los márgenes de la por aquel entonces incipiente industria editorial. Esto es posible porque existe un grupo de espectadores expertos (una afición, en la terminología flamenca) que se siente activamente involucrada en dicha escena. Sin embargo, en el actual auge de la novela gráfica ese modo de circulación no se da, pues depende casi por completo del sector editorial libresco». «En la escena del cómic contracultural de los setenta» añadió, «se materializaba, de alguna manera, la vieja aspiración obrerista de ser dueños de los modos de producción, generándose una relación muy directa entre creadores y público, algo que con el actual auge de la novela gráfica y la ilustración no se produce».
Esa relación directa entre creadores y público ha estado siempre muy presente en el flamenco, donde los aficionados han sido, en gran medida, los principales «gestionadores del gusto». Además, en torno al flamenco se generó desde un primer momento lo que Pedro G. Romero, re-apropiándose de una expresión acuñada por el filósofo italiano Mario Perniola, describe como una «lumpen intelligentsia». «Como ya señalábamos en la primera sesión al hablar de Serafín Estébanez Calderón», explicó, «dentro del campo flamenco siempre ha habido figuras teóricas que han reflexionado y escrito sobre el mismo». Del recién mencionado Estébanez Calderón a José Luis Ortiz Nuevo y José Manuel Gamboa, de Antonio Mairena a Domingo Cano Manfredi y Rafael Lafuente, estos «productores de sentido» le interesan no tanto por lo que dicen (que también, sobre todo en ciertos casos), sino por el propio hecho de decirlo, de erigirse en mediadores a través de los cuales el flamenco se enuncia a sí mismo. «Eso sí, a partir de una conversación que mantuve con Quico Rivas, llegué a la conclusión de que a todos ellos hay que leerles como se lee Las mil historias y una historias de Pericón de Cádiz, auténtica obra maestra de la manera de decir flamenca, esto es, entendiendo que lo que cuentan tiene siempre una cierta dimensión de ficción», subrayó.
En el tramo final del seminario, Pedro G. Romero quiso detenerse en el concepto de «forma de vida» que está muy presente en los debates en torno a la idiosincrasia y definición de lo flamenco. Cabe mencionar aquí que Una forma de vida se llama un libro que Donn E. Pohren escribió sobre Diego del Gastor y Morón de la Frontera, ejemplo paradigmático, como hemos apuntado antes, de eso que él llama «lumpen productivismo». A juicio de Romero, el problema está en que se suele utilizar esta noción de una manera muy literal, entendiéndola como el ambiente sociológico en el que el flamenco nace, lo que ha propiciado una confrontación dicotómica entre quienes consideran que el flamenco es, ante todo, una estética musical -una música y un baile con unas características determinadas- y quienes lo asocian con las formas de vida que hicieron posible que emergiera (formas que estarían desapareciendo y, con ellas, los últimos vestigios de un flamenco auténtico).
Según Pedro G. Romero el concepto de forma de vida ha de entenderse como algo más complejo. El filósofo Ludwig Wittgenstein utilizaba el término Lebensform para explicar que las formas de vida de los hablantes son las que producen las lenguas, es decir, que estas son siempre el reflejo de la forma de vida de una determinada comunidad de hablantes y que es dicha forma de vida de la que emana su entendimiento del mundo. Partiendo de esta identificación de la noción de forma-de-vida con la forma de entender y de estar en el mundo, Giorgio Agamben la asocia, además, con el concepto foucaltiano de «vida artista» que, según Romero, tiene que ver con el cuidado de la propia vida para darle un sentido. Georges Didi-Huberman asegura que la concepción de forma-de-vida de Agamben la toma del poeta José Bergamín, del que era amigo y fiel lector, que utilizaba la expresión “forma de ser” como un apelativo para describir la «vida particular de artistas, flamencos y gitanos».
En definitiva, la «forma de vida» flamenca o del flamenco no tiene que ver -o no solo tiene que ver- con un contexto sociológico. Y, por tanto, tampoco es unívoca; se construye de muchas maneras. Pedro G. Romero señaló que, en realidad, esta concepción abierta de lo que constituye una forma de vida flamenca ha estado siempre muy presente en eso que Juan de Mairena llama la «sabiduría popular». De hecho siempre ha sido muy habitual que a ciertos personajes «que ni cantan, ni bailan, ni tocan la guitarra» se les describa como flamencos. «Porque se considera que su entendimiento del mundo, su manera de interpretar y de confrontarse a la realidad es profundamente flamenca», recalcó Romero.
De algún modo, su concepción del flamenco como campo cultural es heredera de esta manera expandida de entender la identidad flamenca. Todo ello, además, desde la constatación de que las formas de vida de lo flamenco y de lo gitano han tenido un papel determinante en la genealogía de lo que la artista estadounidense Martha Rosler llama las «clases culturales». «Si analizamos la historia del arte moderno», señaló Pedro G. Romero, «vemos que lo gitano y lo flamenco, como expresiones paradigmáticas de lo lumpen, son una constante que va apareciendo una y otra vez en momentos claves: en Goya, en Manet, en Picasso, en la primera vanguardia, en los situacionistas…».
Desde la premisa de que esa reiterada aparición de lo flamenco y lo gitano en el campo de la producción moderna no es casual, con este seminario lo que pretendía era analizar cómo se ha producido esa intersección en el ámbito específico de la creación gráfica. Pero no con la intención de ofrecer un manual de instrucciones que permita identificar artistas gráficos que tengan un modo de hacer flamenco (con independencia de que trabajen o no con representaciones asociadas a su imaginario), sino de facilitar una suerte de caja de herramientas con la que los asistentes pudieran generar sus propias interrelaciones. Romero quiso remarcar que su interés por indagar en la genealogía de esa confluencia tiene que ver con que siente que trabajar con el flamenco ha supuesto para él un proceso de aprendizaje político. «Entender que se puede estar en un espacio marginal y, a la vez, hegemónico, que se puede ser Patrimonio Mundial de la Humanidad o tronco de las políticas culturales de la Junta de Andalucía y, al mismo tiempo, aquello con lo que se sigue identificando un territorio como las Tres Mil Viviendas, fue para mí como una revelación, una toma de conciencia política que me ha permitido ir ensayando diferentes estrategias con las que tratar de intervenir desde una posición política periférica en el centro de la producción artística», concluyó.